El caminante, incondicional de caminos nuevos y experiencias
desconocidas, tiene dos normas que procura cumplir a machamartillo: no repetir
recorridos y no volver nunca por el camino de ida. Al ser mortal, y por lo
tanto imperfecto, hace contadas excepciones e incumple sus propias normas, siempre
que se de una cualquiera de las siguientes razones: que la ruta no presente
otra alternativa; que el paisaje, por efecto del tiempo transcurrido, comience
a perderse en su memoria; o que acompañe a otros con los que compartir su
limitado conocimiento. En base a ésta última, después de cinco meses de la
última aproximación al curso alto del Alberche, acompaña, de buen grado, a seis
desconocedores de tan bravíos paisajes.
Con una puesta en escena diferente, el día 8 a las 8:00 horas, el grupo,
con el concurso de dos máquinas infernales, toma camino hacia el puente
medieval de Navalosa. Aunque resulte incoherente, el concurso de los dos
vehículos, con sus paradas, sus aguardos, y dejar aquellos en el principio y el
final de la ruta, hacen que ésta comience dos horas más tarde de lo previsto. Por
fin, al mediodía, con dos horas de su parca vida disipadas, se ponen en camino.
Desde La Puente, los ruidosos rabiones, cargados de espumas, acompañan
el discurrir del camino hasta el sitio donde la Garganta Fernandina, con
abundante caudal, entrega sus claras aguas al Alberche, y que los mapas nombran
como La Junta. Es entonces cuando la estrecha senda toma dirección hacia el
meridión, siempre con la presencia de las nevadas cumbres de la Sierra de la
Centenera sobre el deshojado melojar. Al llegar a El Pontón, castigados por los
calores de la primaveral mañana, no pueden evitar la tentación de sumergir los
pies en la refrescante corriente. Tras el estimulante remojo, después de dos
centenares de metros por un camino asfaltado, ya con el caserío de Navarrevisca
a la vista, el camino vuelve al curso de agua, ahora en su margen derecha. No
ha transcurrido un kilómetro, antes de llegar a un gran tolmo al que los
lugareños, jocosamente, llaman La China, cuando el caminante y la compaña
afrontan una pequeña subida que los alejará del cómodo carril que traían.
Junto a una desvencijada explotación ganadera, se produce el fortuito
encuentro de la jornada. Es la hora de la comida y Antonio, uno de los pastores
de la granjería, nos lleva hasta una húmeda pradera bajo los bolos graníticos
del Peralejo. A la espera de un rebaño que, según él, se deja oír en la
lejanía, pero que nunca apareció, acompañó al grupo durante la comida. El
caminante, que siempre ha entendido que en el campo hay que compartir lo que se
tiene, ofrece a Antonio un trozo de bocadillo. Entre chanzas sobre mesoneras e
historias de cazadores, acepta el convite y también el que le ofrecen los demás
integrantes del grupo. Correspondiendo al bolsón de comida que reúne en unos
instantes, conduce a los caminantes hasta la fuente de Valdehierro, donde se
refrescan y reponen el agua necesaria para terminar la jornada. Allí queda el
personaje, con sus verdes botas de agua hasta la rodilla, su colorido chándal
de tejido sintético -un par de tallas más grande de lo necesario-, y con su
bolsa de viandas…, como si acabase de llegar del súper.
En ese momento, cuando nuevamente comienza a ser audible el bramido
del río, comienza la parte más interesante del recorrido. El sencillo camino se
transforma en senda y, en un alarde contorsionista, comienza el descenso en
busca de la briosa corriente. La bajada se ameniza con varios balcones
naturales, desde los que se puede admirar la bravura de las aguas. Al llegar a
la altura del Molino de los Brazos, de nuevo en La Junta, la senda vuelve a
abrirse en un descansado camino que el grupo no abandonará hasta llegar a la
plaza de Navarrevisca. Atendiendo a la recomendación de Antonio, el grupo busca
el establecimiento de Mari Tere, la mesonera cuyo recuerdo hacía brillar los
ojillos del pastor. Pero esta vez la suerte es adversa; el día de libranza del
establecimiento obliga a los caminantes a parar en el bar Canillas, donde Ismael,
uno de los dueños, y buen conversador, resulta ser el hacedor y mantenedor de
las nueve rutas balizadas del término municipal.
Durante el regreso a Madrid –más de dos horas por impersonales
autopistas de peaje- el caminante medita sobre el cabalístico número de
senderistas reunidos para la ocasión: siete. El siete, numero sagrado de
algunas religiones y que la Biblia considera el número perfecto. Siete los días
de la semana; siete los colores del arco iris; siete las notas musicales; siete
los sabios de Grecia; siete los brazos del candelabro judío; siete las Bellas
Artes;…
Para complementar esta crónica, el caminante solicita la cesión de una
fotografía que, del grupo, realizó uno de sus integrantes. No solamente accede
a la petición, sino que, además, por el mismo precio, le indica el pié de foto
que le sugiere la imagen, y que vuelve a incidir en la cavilación numeral del
caminante durante el viaje: Los Siete
Magníficos.
Fotografía cedida por Pepe Ibáñez |
Esta casual convergencia sobre el número siete, completa el resultado
de las casi siete horas –otra vez el siete- de caminata, que el caminante duda
tengan el fruto para el que fue realizada: compartirla con los que no la
conocen. Lo juicioso sería que, al igual que hizo Kurosawa con Los Siete Samuraís, enseñando el camino
a Sturges para realizar la no menos impagable Los Siete Magníficos, los seis acompañantes, juntos o
individualmente, resuelvan que aquellos paisajes no deben quedar, solamente, en
la retina de unos pocos.
DOR
No hay comentarios:
Publicar un comentario