lunes, 26 de mayo de 2014

REGRESO AL ALBERCHE

El caminante, incondicional de caminos nuevos y experiencias desconocidas, tiene dos normas que procura cumplir a machamartillo: no repetir recorridos y no volver nunca por el camino de ida. Al ser mortal, y por lo tanto imperfecto, hace contadas excepciones e incumple sus propias normas, siempre que se de una cualquiera de las siguientes razones: que la ruta no presente otra alternativa; que el paisaje, por efecto del tiempo transcurrido, comience a perderse en su memoria; o que acompañe a otros con los que compartir su limitado conocimiento. En base a ésta última, después de cinco meses de la última aproximación al curso alto del Alberche, acompaña, de buen grado, a seis desconocedores de tan bravíos paisajes.

Con una puesta en escena diferente, el día 8 a las 8:00 horas, el grupo, con el concurso de dos máquinas infernales, toma camino hacia el puente medieval de Navalosa. Aunque resulte incoherente, el concurso de los dos vehículos, con sus paradas, sus aguardos, y dejar aquellos en el principio y el final de la ruta, hacen que ésta comience dos horas más tarde de lo previsto. Por fin, al mediodía, con dos horas de su parca vida disipadas, se ponen en camino.

Desde La Puente, los ruidosos rabiones, cargados de espumas, acompañan el discurrir del camino hasta el sitio donde la Garganta Fernandina, con abundante caudal, entrega sus claras aguas al Alberche, y que los mapas nombran como La Junta. Es entonces cuando la estrecha senda toma dirección hacia el meridión, siempre con la presencia de las nevadas cumbres de la Sierra de la Centenera sobre el deshojado melojar. Al llegar a El Pontón, castigados por los calores de la primaveral mañana, no pueden evitar la tentación de sumergir los pies en la refrescante corriente. Tras el estimulante remojo, después de dos centenares de metros por un camino asfaltado, ya con el caserío de Navarrevisca a la vista, el camino vuelve al curso de agua, ahora en su margen derecha. No ha transcurrido un kilómetro, antes de llegar a un gran tolmo al que los lugareños, jocosamente, llaman La China, cuando el caminante y la compaña afrontan una pequeña subida que los alejará del cómodo carril que traían.






Junto a una desvencijada explotación ganadera, se produce el fortuito encuentro de la jornada. Es la hora de la comida y Antonio, uno de los pastores de la granjería, nos lleva hasta una húmeda pradera bajo los bolos graníticos del Peralejo. A la espera de un rebaño que, según él, se deja oír en la lejanía, pero que nunca apareció, acompañó al grupo durante la comida. El caminante, que siempre ha entendido que en el campo hay que compartir lo que se tiene, ofrece a Antonio un trozo de bocadillo. Entre chanzas sobre mesoneras e historias de cazadores, acepta el convite y también el que le ofrecen los demás integrantes del grupo. Correspondiendo al bolsón de comida que reúne en unos instantes, conduce a los caminantes hasta la fuente de Valdehierro, donde se refrescan y reponen el agua necesaria para terminar la jornada. Allí queda el personaje, con sus verdes botas de agua hasta la rodilla, su colorido chándal de tejido sintético -un par de tallas más grande de lo necesario-, y con su bolsa de viandas…, como si acabase de llegar del súper.




En ese momento, cuando nuevamente comienza a ser audible el bramido del río, comienza la parte más interesante del recorrido. El sencillo camino se transforma en senda y, en un alarde contorsionista, comienza el descenso en busca de la briosa corriente. La bajada se ameniza con varios balcones naturales, desde los que se puede admirar la bravura de las aguas. Al llegar a la altura del Molino de los Brazos, de nuevo en La Junta, la senda vuelve a abrirse en un descansado camino que el grupo no abandonará hasta llegar a la plaza de Navarrevisca. Atendiendo a la recomendación de Antonio, el grupo busca el establecimiento de Mari Tere, la mesonera cuyo recuerdo hacía brillar los ojillos del pastor. Pero esta vez la suerte es adversa; el día de libranza del establecimiento obliga a los caminantes a parar en el bar Canillas, donde Ismael, uno de los dueños, y buen conversador, resulta ser el hacedor y mantenedor de las nueve rutas balizadas del término municipal.         











Durante el regreso a Madrid –más de dos horas por impersonales autopistas de peaje- el caminante medita sobre el cabalístico número de senderistas reunidos para la ocasión: siete. El siete, numero sagrado de algunas religiones y que la Biblia considera el número perfecto. Siete los días de la semana; siete los colores del arco iris; siete las notas musicales; siete los sabios de Grecia; siete los brazos del candelabro judío; siete las Bellas Artes;…

Para complementar esta crónica, el caminante solicita la cesión de una fotografía que, del grupo, realizó uno de sus integrantes. No solamente accede a la petición, sino que, además, por el mismo precio, le indica el pié de foto que le sugiere la imagen, y que vuelve a incidir en la cavilación numeral del caminante durante el viaje: Los Siete Magníficos.

Fotografía cedida por Pepe Ibáñez

Esta casual convergencia sobre el número siete, completa el resultado de las casi siete horas –otra vez el siete- de caminata, que el caminante duda tengan el fruto para el que fue realizada: compartirla con los que no la conocen. Lo juicioso sería que, al igual que hizo Kurosawa con Los Siete Samuraís, enseñando el camino a Sturges para realizar la no menos impagable Los Siete Magníficos, los seis acompañantes, juntos o individualmente, resuelvan que aquellos paisajes no deben quedar, solamente, en la retina de unos pocos.   

DOR

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