Cuando el joven Jarama inicia su andadura en la
ladera meridional de la Cebollera Vieja, poco imagina que parte de su discurrir
va a servir de linde natural entre las provincias de Madrid y Guadalajara. En
su tramo alto, ha sabido adaptarse a la agreste configuración del terreno,
modelando valles y hondonadas de pizarras silurianas, donde, desde antiguo, han
encontrado abrigo hombres, ganados y molinos.
El día 16 del mes en que los americanos, una vez
más, nos han vuelto a colonizar a base de sangre de guardarropía, esqueletos y
calabazas iluminadas –léase Jalogüin-, el grupo espanta-fauna, tan animoso como
siempre, se dispuso a percibir y entender los parajes regados por las límpidas
aguas del impúber Jarama. Si en un principio se había programado como una ruta
de aproximación a los estertores de los paisajes otoñales, un repentino cambio
de tiempo nos mostró una típica mañana de invierno. Después, al tiempo que
acompañábamos el perseverante discurrir de la corriente, ya en cotas más bajas,
y dependiendo de la provincia en que nos encontrásemos, la nieve perdió el
protagonismo, dejando paso a un colorido más acorde con la época del año.
Desde el puerto de El Cardoso, con las vacas
dueñas del asfalto, la sinuosa carretera avanza hasta el profundo valle, cruza
el río y, ya en Castilla-La Mancha, por un paisaje totalmente nevado, nos
acerca hasta el punto de inicio de la ruta: El Cardoso de la Sierra. Junto a la
fuente, ubicada bajo los cimientos de la románica iglesia de Santiago Apóstol,
comienza una corta bajada hasta el arroyo del Espinar. Tras sortear un zarzo
metálico, el camino se orienta hacia poniente en busca del puente que cruza el
río, justo en el límite de las dos provincias. Allí, en el lugar donde el
Ermito aporta un notable caudal al Jarama, la vigilada recepción del hayedo de
Montejo, con docenas de visitantes esperando el turno de entrada. Nosotros,
tras haber admirado las rodenas copas de las hayas, olvidándonos de las
aglomeraciones, escogemos la soledad de la senda que, saltando de provincia a
provincia nos ha de llevar hasta La Hiruela, para después, completando la
lazada, cruzar el río y terminar en El Cardoso.
Ante la cerrada vegetación que impide avanzar a
la vera de río, el camino toma altura bajo la espesa sombra de un pinar de
repoblación, para después estabilizarse en un carril utilizado para la saca de
la madera. Cuando el carril se acaba, la única salida es descender hasta la
orilla, que ya no abandonará hasta llegar a las ruinas del molino de Juan
Bravo. Allí las verdes praderías, semiocultas bajo la nieve, compiten en
belleza con los otoñales colores del bosque de ribera. Chopos, sauces, álamos
temblones, majuelos y serbales acompañan a la senda que, sin desmayo, zigzaguea
junto a la corriente.
Cien metros después de las ruinas del molino, un
coqueto puente de madera, sustituto de la antigua e impersonal pasarela de
cemento, permite continuar la ruta por su parte castellanomanchega, hasta
llegar a un pedregoso dique artificial de donde el molinero, con ingeniosa
solución, tomaba el agua para hacer funcionar el molino harinero. De nuevo en la
orilla madrileña, con algunos copos de nieve descolgándose de un cielo plomizo,
el cuidado entorno del restaurado molino acoge a los andariegos a la hora de
reponer fuerzas. Más tarde, tras una corta subida, la obligada visita a un
colmenar tradicional ahora en desuso. El viejo camino hacia el caserío de La
Hiruela comienza entre añosos robles y termina bajo las cansadas ramas de
decenas de frutales, junto a la espadaña barroca de la iglesia de San Miguel. El
gratificante paseo por las calles de la población da descanso y sosiego, antes
de tomar el GR que nos ha de llevar de nuevo hasta el río.
El camino abandona los huertos y entra en un
espeso rebollar, donde quedan algunas reliquias de roble albar. Desde el camino
las vistas resultan, a la vez, austeras y magnificas, con la presencia sobresaliente
del pico Santuy dominando en paisaje. Tras cruzar el río por otro puentecillo
de madera, otra vez en Guadalajara, la reagrupación junto a la destechada
ermita de San Roque, y la llegada a El Cardoso, donde cualquier novio foráneo
era conocido como El Pedro, y era
manteado por la mocedad. Me imagino que para inculcarle las recias costumbres
de lugar.
DOR