martes, 30 de noviembre de 2021

LA PEDROSA

 

Corren tiempos de coloraciones tardías. Han pasado treinta y seis días desde comienzo de la estación, y es hora de contemplar la elegante decadencia del otoño. Y pocos son los lugares tan a propósito como lo son los hayedos.

En el macizo central, tres provincias -Guadalajara, Madrid y Segovia-, pertenecientes a tres comunidades autónomas diferentes, se reparten las manchas de hayas que, junto al que se encuentra en los Puertos de Beceite, a caballo de la provincias de Teruel y Tarragona, son las más meridionales de la península. Atendiendo a su extensión, el orden, de mayor a menor, está claramente definido: hayedo de La Tejera Negra (Guadalajara) 400 Has.; hayedo de Montejo (Madrid) 250 Has; hayedo de La Pedrosa (Segovia) 87 Has. En lo atinente al acceso a cada uno de ellos, el orden anterior da un notorio vuelco, pues el único sin condiciones de tipo alguno es el de La Pedrosa. Para llegar a La Tejera Negra en vehículo es necesario realizar una reserva, pues la capacidad de la zona de aparcamiento es limitada. Tiene el acceso libre si se realiza a pie, o en bicicleta, el trayecto desde el Centro de Interpretación. Una opción interesante, y diferente, es entrar al hayedo desde la localidad segoviana de Becerril. Y luego está el hayedo de Montejo, cuya visita resulta de definición complicada. Además de la pertinente reserva con mucho tiempo de antelación, el visitante deberá moverse en grupo, con opciones prácticamente inexistentes de hacer otra cosa que no sea ir azagado durante el recorrido. 

Hoy, cuando quedan cinco días para el fin del mes de octubre, el caminante –esta vez en compañía- recorrerá el hayedo de La Pedrosa, o de Riofrío de Riaza, pues es en ese término municipal donde se encuentra. Se trata de un espacio natural protegido situado en el curso alto del río Riaza y de los numerosos arroyos tributarios que configuran el valle. Las hayas comienzan a aparecer en la cota 1400, llegando hasta la 1800, ya en las proximidades del puerto de La Quesera. Es un conjunto de manchas de hayas que, además de junto al cauce del Riaza, han ido encontrando húmedo acomodo en cada uno de los vallejos –Enestar, Avellano, Cerezuelo, Prado Llano, San Benito,…- que vierten sus aguas a aquél. Además de las hayas, se pueden encontrar serbales, abedules, acebos, tejos y, sobre todo, robles. El apresurado crecimiento del robledo pudo poner en peligro el bosque de hayas, las cuales encontraron defensa natural en las pedreras. El hayal, más versátil que el robledo, se adaptó a las dificultades, alcanzando, bajo la capa de cuarcitas y pizarras, los nutrientes del subsuelo. Lo que no pudo evitar fue la continuada sobreexplotación realizada desde siglos atrás. Ya Madoz, a mediados del XIX, en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico, anotaba en relación con la localidad de Riofrío: “… Industria: un molino harinero, dedicándose algunos vecinos a labrar madera de haya para la fabricación de sillas, y al carbón de brezo.”  En 1947, tras un incendio que asoló buena parte del terreno público del hayedo, el ayuntamiento de la localidad permitió el carboneo de la parte afectada. Desde esa fecha, el monte público no volvió a cortarse; no fue así en la parte privada, situada en la cabecera del Riaza, donde las cortas se prolongaron hasta comienzos de los años sesenta. Haciendo un grosero resumen, y tomando como dato las fechas de las últimas talas, podría decirse que la mayor parte de los ejemplares actuales tienen entre 60 y 70 años.

Para llegar al hayal de La Pedrosa, habrá que llegar al kilómetro 104 de la A-1, para tomar la N-110 en dirección a Riaza. Olvidada la circunvalación, y cuando la ermita de San Roque se hace presente, una carretera toma hacia el SE en dirección a Riofrío de Riaza. Tras una legua de recorrido por el asfalto, tras dejar a la siniestra la desviación que sube a la población, llegan hasta la presa que embalsa el agua del Riaza. Justo frente a la verja que cierra el acceso al muro de contención, un ensanche en la carretera permite el estacionamiento de seis u ocho vehículos. Allí, junto a otros congéneres, queda la máquina infernal. Aún habrá que caminar quince minutos por el asfalto, y tras pasar la cola que forma el arroyo de La Tejera, llegar a un camino terrizo que baja hasta el río y que, tras el paso de una desvencijada cancela metálica, se convierte en una senda que corre por la margen derecha del Riaza. Es el viejo camino que unía Riofrío con Peñalba de la Sierra y Majaelrayo.


La senda, que sigue junto al rumor de la corriente, insiste por la margen derecha del río, todavía bajo la tupida protección del robledo. Tras cruzar un par de arroyos, ahora secos, se llega al horcajo que forman el Riaza y su tributario el arroyo del Avellano. En el lugar, señalizada con tablillas de madera, una bifurcación permite escoger el camino a seguir. No será necesario echar a suertes, y la decisión dependerá del orden a elegir: subir por el valle del Avellano y bajar por el del Riaza, o viceversa. Han comenzado a aparecer algunos ejemplares de haya, y los caminantes, esperemos que con acierto, deciden seguir por la margen derecha de río. Como por ensalmo, el color ocre de los robles ha desaparecido. En su lugar, los tonos rusientes de las hayas se adueñan del paisaje.



Cuando, desde el pical, han recorrido unos trescientos metros, una tajea de madera salva la corriente del Riaza. Desde este punto, ahora sin dejar la margen izquierda del agua, se abre un quilómetro y medio de paisajes que más que una realidad parecen una ficción. El recorrido, que al ritmo de legión romana podría hacerse en menos de una hora, conviene tomárselo con calma. Y así lo hacen durante más de tres horas, en las que, sin descanso, bajaran hasta el agua, subirán zopeteros y los volverán a bajar, en un placentero conocimiento del hayedo.












 











Aunque las hayas continúan al otro lado del asfalto, esta primera parte de la ruta termina en  la carretera que sube hasta el puerto de La Quesera. Habrán de recorrer un quilómetro hasta el collado, por donde corre la raya de separación de las provincias de Segovia y Guadalajara. En el lugar las vistas son inmejorables. Hacia el meridión, ya en Guadalajara, el arriscado valle del alto Jarama; hacia el saliente el cordal que, desde la peña de la Silla hasta la Buitrera, esconde al hayedo de Tejera Negra; hacia poniente el Calamorro de San Benito, que oculta la imponente presencia del Pico del Lobo, altura máxima de la Sierra de Ayllón y de la comunidad de Castilla-La Mancha. Y hacia el norte, señalando el camino de vuelta, el valle del Riaza.



 Desde el puerto, un camino de herradura desciende, entre brezos y serbales, por la ladera en dirección a un calvero rocoso que se manifiesta en el horizonte, y que será el lugar perfecto para acabar con el itacate. Tras la bucólica, y después de la obligada visita a la peña horadada que corona el riscal, el camino gira ciento ochenta grados en busca del nacedero del arroyo del Avellano. Con el embalse del Riaza a la vista, en un descenso pronunciado, entran en un cerrado robledo que, en un centenar de metros, cederá el testigo a las hayas. Aunque las condiciones de humedad, supeditadas a la estacionalidad del arroyo, ahora sin agua, son diferentes a las del curso del Riaza, la realidad es que también medran ejemplares de gran porte. El recorrido termina en la pontana de madera donde, en la mañana, las tablillas de madera daban la opción de elegir camino. Ahora, de nuevo en la margen derecha del Riaza, volverán a la cancela metálica y al recorrido por la carretera, hasta el lugar donde, en compañía de otras, dormita la máquina infernal.








 

Antes del regreso a La Corte, aún queda tiempo para hacer una corta visita al, siempre interesante, caserío de Riaza.  


DOR


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