Ha sido un verano de ajes, andancios y alifafes. El acmé de las dolencias, y su adecuado tratamiento, quedó centrado en el periodo que va desde la Virgen de agosto hasta los últimos días de septiembre. Ahora, con todo dizque encarrilado, y mientras las hojas del almanaque -que siguen cayendo sin compasión- lo permitan, el caminante retoma su afán.
Si fue San Fermín el deponente de la última correría, tras más de tres meses de abstinencia andariega, será San Calixto el mudo testigo de esta nueva andadura, cuando amanece el decimocuarto día de octubre. Ha rebuscado el caminante entre un rimero de rutas pendientes, escogiendo –confiemos que con tino- la que recorre en entorno de un somo de mediana altura que se encuentra en la provincia de Guadalajara, al sur de la Sierra de Ayllón y a poniente de la del Ocejón: Cabeza de Cabida. Para iniciar el recorrido, opta el caminante por la localidad de Peñalba de la Sierra, pedanía de El Cardoso de la Sierra, a la que se llega por un carretera estrecha, pero con un buen estado del firme, y que termina en la noguera de la plaza. A motor solo se sale de Peñalba por el mismo camino por el que se entró, a no ser que el motor sea el de una máquina voladora.
Desde La Corte, el mejor camino para llegar a Peñalba de la Sierra es llegarse hasta La Hiruela, último pueblo de la Comunidad de Madrid, ya en la raya con la de Castilla-La Mancha. La carretera, tras recorrer más de media legua a la vera del Jarama, cruza el río por un puente con las barandas rojas como la grana. Al otro lado, ya en la provincia de Guadalajara, habrá que poner atención para seguir las indicaciones que conducirán al caminante hasta su destino. Pasado el desvío de Cabida, resuella la máquina infernal hasta llegar al collado, donde algún chancero ha modificado el texto de un cartel, dejando un lacónico: “Pa Peñalba”. Desde allí, en notorio descenso, llega hasta un paso canadiense. Tras él se encuentra el caserío del lugar. Es sin duda un lugar tranquilo, no muy diferente al que, a mediados del siglo XIX, catalogó Pascual Madoz en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico: “Con ayuntamiento en la provincia de Guadalajara, partido judicial de Tamajón, audiencia territorial de Madrid, Castilla la Nueva, diócesis de Toledo. Situado en un hondo circundado de elevadas sierras y combatido principalmente por los vientos del N.; su clima es frio y propenso a reumas; tiene 70 casas; la consistorial, escuela de instrucción primaria frecuentada por 30 alumnos a cargo de un maestro dotado con 300 reales.; una iglesia parroquial (S. Pedro), y es matriz del anejo La Hiruela Vieja. Dentro de él se encuentran varias fuentes de exquisitas aguas. El terreno como de sierra, es agrio, peñascoso y de mala calidad; hay monte poblado de roble y brezo. Dentro del término brota un arroyo que lo fertiliza en parte. Los caminos que se dirigen a los pueblos limítrofes, están en mal estado por la aspereza del terreno. El correo se recibe y despacha en Buitrago por un valijero. Produce centeno, patatas, leñas de combustible y finos pastos con los que se mantiene ganado lanar y merino, cabrío y vacuno; hay caza de perdices y bastantes lobos; en el arroyo se crían buenas truchas. La industria es agrícola y tiene un molino harinero. La población, juntamente con el anejo La Hiruela Vieja, es de 65 vecinos.” Comparando esta reseña con la que, treinta años atrás, dejó escrita Sebastián Miñano y Bedoya, en otro trabajo geográfico-estadístico, resulta evidente la pérdida de población de la localidad: “Aldea de España, 1 parroquia que tiene por aneja la de Iruela Vieja, 100 vecinos, 350 habitantes. Situada en una hondonada rodeada de elevadas montañas, de las cuales unas están pegadas y otras cubiertas de robles muy antiguos que presentan una vista hórrida y sepulcral. Produce pastos en sus montes de roble y de haya, donde se mantienen 7000 cabezas de ganado lanar fino trashumante y 2000 cabras. Hay muy poco trigo, bastante centeno, muchas patatas y frutas.”
Al arrimo del
paredón de mampuestos de la parroquial de San Pedro, el caminante pone pihuela
a la máquina infernal. Al otro lado, bajo la joven sombra de una solitaria
noguera, una fuente de dos caños, a la que no afecta el seco comienzo de otoño,
mana con pujanza. Tras preparar los archiperres sobre el pizarroso poyo de la
fuente, busca, calle abajo, un portón de madera que se abre al cauce seco de un
arroyo. Al otro lado, ya sobre una herbosa loma trufada de algunos corros de robles,
tendrá que seguir las marcas amarillas pintadas sobre algunos postes de madera.
Sin camino aparente, camina hacia el pinar que se dibuja sobre un inmediato
vallejo. Tras cruzar un camino carretero que recorre el pinar, el caminante
insiste por el que, entre la pinada, sube por la ladera y que llega hasta el
collado por donde corre la carretera. Por debajo de ésta, una senda se perfila
en dirección al fondo del valle donde, bajo una masa de árboles, se adivina el
caserío de Cabida.
Al igual que Peñalba, Cabida es otra pedanía de El Cardoso, si bien de menor entidad que la primera. Madoz, en su diccionario, la presentaba así: “Con ayuntamiento en la provincia de Guadalajara, partido judicial de Cogolludo, audiencia territorial de Madrid, diócesis de Toledo. Situado en llano; le combaten todos los vientos, y principalmente los del N, que hace su clima muy frío, por cuya causa se padecen fluxiones de muelas. Tiene 20 casas, la de ayuntamiento; 2 fuentes dentro del pueblo de buenas aguas, pero muy frías, y una iglesia parroquial (San Miguel), servida por un cura párroco, cuya plaza es de entrada y de provisión ordinaria en concurso. El terreno es de mala calidad y parte poblado de robles y brezo, aunque pocos; le baña el río Jarama que pasa a corta distancia del pueblo. Caminos de herradura y bastante malos. El correo se recibe y despacha en la administración de Buitrago una vez a la semana. Produce centeno, peros pardos y cerezas; cría ganado lanar, merino y cabrío; caza de perdices, y pesca de truchas en el expresado río Jarama. Tiene como industria la elaboración del carbón, a la que se dedican sus naturales. La población es de 21 vecinos.” Entra el caminante en la localidad junto a un manadero natural, donde los cabideños, con objeto de recuperar las especies de anfibios de la zona, tienen construida una charca artificial. En la calle principal, que tendrá continuación en la carretera de acceso y salida, se encuentran la fuente y la iglesia de San Miguel.
El caminante, tras superar un paso canadiense, abandona el asfalto
para tomar un carril que, poco a poco, se adentra en el robledal en busca del arroyo
que llaman de las Cercadillas. El vial perderá su condición al llegar a una
finca vallada, donde las rodadas se convierten en una senda que burla la
vegetación. Después del arroyo, por el que en otro tiempo fue el camino de
Majaelrayo, la senda pondrá a prueba el tesón del caminante. No resulta fácil
caminar entre jaras y brezos, y el caminante se va a hartar de unas y de otros.
Por el resistero de la ladera de poniente de Cabeza de Cabida, vereda y
caminante progresan entre el selvático breñal. Tras una media hora de
recorrido, la senda comienza a virar hacia levante, hasta llegar al pico
inferior de una cascajera. Trecientos metros más adelante, en un difuso cruce
de caminos, el caminante toma el que, hacia el septentrión, progresa por la
ladera de saliente. En el horizonte próximo, las profundas barranqueras del
curso del Jaramilla.
Por la ladera, de forma lenta pero progresiva, la senda sube hasta un
primer escalón rocoso conocido como la Peña del Herrero, desde donde se
columbra, ya en el piedemonte del Ocejón, el grisáceo caserío de Majaelrayo.
Vuele el caminante a su afán, que no es otro que pasar cuanto antes el tremendo
tormento que representa la lacerante ramada, que acabará poniéndolo como un
eccehomo. El suplicio termina –momentáneamente- en la desmedida amplitud de un
herboso collado, que es, además, un cruce de caminos. Hacia poniente, el que,
en descenso, llega hasta el vallejo donde sestea la localidad de Cabida. Hacia
el septentrión la subida hacia la morra rocosa de Los Guijos. Y hacia el NO, en
suave declive por la ladera, el viejo camino del molino de Peñalba, que será el
que deberá tomar para llegar a su destino. Todo parece bajo control. Mas el
caminante, como en otras ocasiones, no puede resistir el atrayente reclamo que
representa el vértice geodésico de Cabeza de Cabida, y decide que no estaría de
más dedicar una hora en realizar la visita.
No existe un camino definido; tendrá que ir enhebrando las numerosas
trochas que ascienden hacia el roquedo de la cima. Tras superar una primera
zona de peñascos, el último hito parece al alcance de la mano. A 1596 metros,
la peana del vértice geodésico resulta tan excelente miradero, que no ve el
momento para regresar al collado. Pero el tiempo manda; las horas del día están
tasadas y el caminante debe desandar el camino que lo trajo hasta la cima.
Desde el collado, en busca del horcajo que forman los cursos del río Jaramilla
y el arroyo del Cañamar, el derrotero vuelve a encerrarse en la fragosidad de
la ladera, donde, en orden aleatorio, se alternan el jaral, las cascajeras y
los coscojales. Al otro lado del arroyo, un camino de herradura recorre la
ribera de poniente a saliente, uniendo la localidad de Peñalba con el curso del
Jaramilla, en el lugar donde se encontraba el molino harinero.
Sin otro ánimo que el de echar un vistazo al curso de agua, baja el
caminante hasta la orilla del río, en el lugar donde un ruinoso pontón posibilita
-después de rezar un par de salves- el paso a la otra orilla. Vuelve sobre sus
pasos, pues su camino es hacia poniente, en busca del caserío de la población. Entre
robles, siempre siguiendo la orilla izquierda del arroyo, llegará a una zona de
dehesas, en cuyos verdes sestiles pace el ganado. Ahora, el camino cruza el
arroyo y vira ciento ochenta grados para entrar en Peñalba. La fuente, que
sigue manando sin tregua, será el bálsamo para calmar la irritante desazón
producida por el ládano sobre los rasguños de los brazos. Terminadas las abluciones,
caminante y máquina infernal vuelven al batido camino de La Corte.
Durante el regreso, repiensa sobre la notoria dualidad de la jornada. Por un lado la innegable virtud de los paisajes; por otro, el azaroso hartón de jaras, brezos y rosales silvestres, que ha dejado al caminante ahíto de lacerante naturaleza. El clásico lo hubiera definido con acierto: “Tanto joder, descompone el cuerpo”.
DOR
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