Allá por el siglo
XVI, Alfonso de Valdés, escritor y secretario de cartas latinas del emperador
Carlos V, en su obra Diálogo de las
cosas acaecidas en Roma, pone en boca de uno de los personajes de la obra su
visión humanista sobre las reliquias religiosas: “[…porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres
lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de Santa Ana,
madre de Nuestra Señora, y lo mismo os mostrarán en León de Francia. Claro está
que lo uno o lo otro es mentira, si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo
dos madres o Santa Ana dos cabezas.]…[…al prepucio de Nuestro Señor (se
menciona uno en Roma, otro en Burgos y otro en Nuestra Señora de Anversia), la
cabeza de San Juan Bautista (localizada en Roma y en Amiens, Francia), las
reliquias de los apóstoles, que, aunque eran doce, se conservan las de unos
veinticuatro en diversas partes del mundo.]…[los numerosos clavos y la
desmesurada cantidad de madera de la cruz, que «bastaría para cargar una
carreta» y la abundante leche conservada de Nuestra Señora.]
Estas opiniones,
expresadas en el tiempo del ambiente hostil generado por el reciente Saco de
Roma, propiciaron el inmediato enfrentamiento con Baltasar Castiglione, que, en
1525, había llegado a Toledo como nuncio de Clemente VII. Sólo la sólida
posición de Valdés en la corte, le protegió de los furibundos ataques del
nuncio. Éste, que conocía la ascendencia judeoconversa de Valdés, y que siempre
defendió la devoción a las reliquias, aunque se supiesen falsas, le escribió
una carta donde advertía: «Si en un
templo hubiera una cruz hecha de la madera de una horca, o de cualquier otra
materia vil, y todo el pueblo estuviera convencido de que aquélla fuera la
madera de la verdadera Cruz, y por esto la adornara con joyas, oro y plata,
éste no sólo no lo haría mal, sino que merecería mucho a los ojos de Dios»
La categórica
argumentación que, sobre las reliquias, hace Castiglione, bien pudiera aplicarse
sobre aquellos personajes que, según la leyenda, pueden hacer cosas inauditas: estar
en sitios diferentes, en una clara muestra de bilocación imposible de explicar
racionalmente, o aparecer, claramente, fuera de su tiempo. Entre los primeros,
citar el caso de San José de Copertino que, permaneciendo en el convento de
Asís, visitó a su madre que estaba expirando, a cientos de quilómetros, en su
localidad natal. Entre los segundos, la relación de Viriato con los lugares que
el caminante visitará en el día de hoy.
Quizá exista un
término medio entre la racionalidad descreída de Valdés, y la adoración, casi
mística, de Castiglione. De la narración de hechos pasados, se puede deducir
que tal vez ha sido conveniente que, de vez en cuando, la imaginación haya revoloteado
para dejarnos un sinfín de tradiciones y consejas. Pero, siempre dentro de un
orden admisible, pues esa es la única razón que explica la celebración de la
Navidad por un no creyente.
En la luminosa
mañana del sexto día, del sexto mes del año en curso, el caminante vuelve a
escuchar, esta vez a un monitor de un grupo de zangolotinos de ambos sexos,
sobre la presencia, contrastada históricamente, de Viriato en el entorno
geográfico de la Sierra de San Vicente. Nada fuera de lugar, si no fuese
porque, con la somera explicación, alguno de los oyentes pudo colegir que
Viriato vivió más de doce siglos.
El caminante, que
lleva tiempo detrás de realizar una visita a alguno de sus emblemáticos
lugares, dirige sus pasos hacia la Sierra de San Vicente, cuya divisoria de
aguas separa los valles del Tietar, al norte y del Alberche y el Tajo, al sur.
Para cumplimentar la visita, toma como lugar de inicio la serrana población de
El Real de San Vicente. Llegar al sitio no resulta complicado; en el quilómetro
97 de la nacional V, una desviación toma dirección NO. Tras pasar sobre la
corriente del Alberche, justo en la cola del embalse de Cazalegas, y después de
sortear los intrincados caseríos de Cardiel de los Montes y Castillo de
Bayuela, llega a El Real, voz que toma del campamento destacado por Alfonso
VIII, para acudir, en caso de necesidad, en defensa de la ciudad de Talavera.
Maneada la
máquina infernal en lugar seguro, unos metros antes de una fábrica de
mermeladas, una calle se dirige hacia el conjunto que componen el recompuesto
lavadero y una recia fuente de origen discordante: el consistorio la fecha en
1904, y según la inscripción de uno de los sillares lo está en el último
decenio del siglo XVIII. Desde allí, ya en constante subida, un primer tramo en
el que el cemento acompaña al caminante, entre huertos, castaños y cerezos. Al
terminar el cemento, un cuadrivio pone en duda al caminante. La duda queda
resuelta al tomar el camino terrizo que deja una esbelta edificación a la
siniestra. Entre castaños, el carril, que enseguida se orienta hacia poniente,
serpea por la ladera en busca del vallejo del arroyo del Bonal. Pasado el cruce
de caminos donde se encuentra el manadero del arroyo, un lugareño se afana en
soterrar una tubería de agua. A ambos, uno por causa del abajadero recorrido y
el otro por mor del azadón, les conviene un descanso, y el encuentro les sirve
para el respiro y de paso para pegar la hebra.
-
La juventud ya no quiere campo.
Aquí, para recoger las castañas, que siempre fueron el sustento de muchas casas
de El Real, hay que dárselas, a porcentaje, a familias rumanas. Así está la
vida.
Yo, aquí echo un rato por las
mañanas, por no estar en casa viendo la televisión. La tubería trae agua de un
manadero que hay más arriba, en una finca de mi hermano.
Tras unos minutos
de charla, deja el caminante al paisano con su afán, y continúa camino arriba
hasta llegar al puerto de San Vicente, por donde corre la carretera que baja
hasta la vecina población de Navamorcuende. El puerto, paso natural de la
sierra, es el collado que forman las laderas del cerro de San Vicente al S y
del cerro Pelados al N, y se encuentra en el paraje llamado del Piélago,
seguramente en alusión a la proliferación de fuentes y manaderos.
Entre esbeltos
pinos, el caminante inicia la subida hacia la cumbre del cerro de San Vicente.
La cima está formada por dos mogotes graníticos, separados por unos trescientos
metros. En el primero, el vértice geodésico y los recios restos del refugio
eremítico construido por Francisco García de Raudona, junto a cinco ermitaños
más, sobre la cueva donde, en el siglo IV a.C., dice la tradición se refugiaron
los hermanos Vicente, Sabina y Cristeta, antes de ser martirizados en Ávila. La
sierra, en honor de los mártires, toma el nombre del mayor de ellos. En el
segundo, más meridional y con vistas a la depresión formada por los ríos
Alberche y Tajo, los restos de una fortaleza, en cuya ruina han colaborado el
hombre y la inclemencia de los temporales. El caminante recorre los restos de torres,
baluartes y lienzos de muralla, todo en ruina progresiva. Algunos atribuyen su
construcción a los moros, otros, ya en el siglo XII, a los cristianos; ardua
decisión teniendo en cuenta la ausencia de detalles que permitan una data
aproximada. Sí parece aconsejable desechar el nombre de Castillo de Viriato, denominación
que circula por demasiados mentideros, y que el monitor utilizó para ilustrar
al grupo de escolares. Aplicando la racional reflexión de Alfonso de Valdés,
estaríamos ante el portento de que Viriato estuvo en este mundo más de doce
siglos, pues ese es el tiempo que va desde el tiempo en que vivió el
guerrillero y la estimada construcción de la fortaleza.
Desde tan
excelente miradero, la vista parece inabarcable, razón por la que siempre fue
lugar esencial para la vigilancia y
control de tropas enemigas. Hinojosa de San Vicente, Castillo de Bayuela, San
Román de los Montes, Marrupe, Sotillo de las Palomas, Pepino,…, y alguna más,
son las poblaciones cuyos términos pueden ser vigilados desde el otero. Deja el
caminante al grupo de escolares, y vuelve sobre sus pasos para inspeccionar
los restos de la ermita. Los recios berruecos que forman la cueva de los santos
mártires, sirvieron de cimentación en la posterior construcción del eremitorio,
del que aún se conservan algunos de sus elementos.
A un centenar de
metros de las ruinas, a la vera de un muro de piedra, una pedregosa senda se
descuelga por la ladera. Y el caminante, para evitar bajar por donde subió,
desciende por ella hasta llegar al carril que sube desde Hinojosa. Bajo la
cerrada sombra de los castaños, avanza hasta la carretera. Al otro lado, bajo
la arboleda se encuentran las ruinas del Convento de la Virgen del Piélago,
fundado por Carmelitas Calzados. En la actualidad, parte de las ruinosas
dependencias han sido restauradas, y se utilizan como campamento veraniego
gestionado por el arzobispado. Una puerta metálica impide el paso, y el
caminante rodea el viejo muro del cenobio, hasta que la desmedida vegetación le
obliga a volver. De la ruina del edificio, ya daba cuenta el conde de Cedillo,
a raíz de una excursión realizada en junio de 1904, en una crónica no exenta de
elegante lirismo: “No pierda el
tiempo en visitarlo quien sólo disfrute ante severidades del arte románico o
ante esplendideces del ojival. Allí domina por completo la arquitectura del
Renacimiento, y no en la mejor de sus fases. La iglesia muestra su imafronte al
Sudeste, y forman su puerta de ingreso labrados sillares en que sobresalen
piramidiones ó picos, que por su disposición me recordaron la conocida casa de
los Picos, de Segovia; sostiene esta entrada dos grandes escudos de España y de
la Orden Carmelita que hacen brotar, enlazadas, las ideas de Religión y Patria.
Alto, proporcionado, de grandes dimensiones es, o más bien, era el templo. Sus
muros se mantienen en pie, y agregadas á ellos algunas capillas laterales; pero
las bóvedas de cañón seguido y la hermosa media naranja se derrumbaron. La
ruina moral es allí mayor aún que la material, con ser ésta tan considerable.
La que era casa de Dios es hoy vil encerradero. No se descubren ya hábitos
carmelitas perdiéndose en la suave penumbra, sino buen número de reses vacunas,
que pacen en la nave en pleno sol y á todos vientos; ni llenan el espacio los
cánticos litúrgicos y las armonías del órgano, sino la quejumbrosa voz del
ternerillo ó el bramido del toro en celo ... Poco queda del cuadrilongo y
doblado claustro; nada, puede decirse, del capítulo de la hospedería, del
refectorio, de las celdas; restos de fuertes muros, desnudos huecos y sencillas
bandas, en que las líneas rectas de la arquitectura renacida denuncian allí el
carácter monástico, ajeno esta vez a la intención artística. Junto al convento,
la extensa huerta, hoy menos deleitosa que antaño, en que los carmelitas
esparcían el espíritu a la sombra de copudos castaños, de nogales, ciruelos y
guindos, y a la vera de limpísima fuente de exquisitas aguas.”
Cuentan las crónicas que, además de otros, uno de los ingresos
principales era el de la explotación, con privilegio de exclusiva, de un pozo
de nieve, cuyo producto alcanzaba los 80.000 reales al año. El pozo, a dos
centenares de metros del monasterio, se encuentra devorado por la vegetación, y
ya sólo son visibles los arranques de los gruesos muros de la edificación que
lo cobijaba.
Regresa el caminante hasta el cuadrivio próximo al lugar del encuentro
con el lugareño. De allí, un camino se abre paso entre castaños centenarios.
Siempre hacia el SE, siguiendo el naciente curso de un arroyuelo, el carril es
el antiguo camino desde El Real hasta el puerto, y sirve para dar acceso a las
parcelas de castaños que jalonan su trazado, y que se guardan de los extraños mediante
viejos muros de mampuestos. En una de ellas, aparentemente abandonada, entra el
caminante a rematar las provisiones de la jornada. Entre la seroja y los
helechos, en un lugar que bien podría ser escenario de un cuento de hadas, deambula
entre el laberinto de musgosas rocas, añosos troncos y desmandadas ramas. Tras
la bucólica, sigue el caminante camino abajo, siguiendo el vallejo que forma el
arroyo donde medran vistosos ejemplares de castaños. Ha terminado la zona de
castaños; ahora, el camino discurre bajo los canchales de la Peña de Santa
Catalina, y entre huertos entra en El Real, cuyo caserío sestea en el
piedemonte de la Cabeza del Oso.
DOR
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