Con el objetivo de renaturalizar (sic) el
río Manzanares a su paso por la ciudad de Madrid, en mayo de 2016, el
Ayuntamiento abrió definitivamente las nueve compuertas que regulaban su escaso
caudal. El primigenio objetivo de las compuertas, construidas en los años
cincuenta del siglo pasado, era el de dar al río una apariencia de profundidad
y caudal, al estilo de los ríos centroeuropeos. Y la prueba de
que se consiguió la conservan en sus retinas los aficionados al cine. Basta ver
una breve escena, de plano panorámico nocturno, de la película El Crack II, de
José Luis Garci, en la que las cenizas de Cárdenas, alias El Moro, son esparcidas
sobre un río que, por el buen hacer del director, más parece el Sena que el
Manzanares. Pero lo que fue moda hace
sesenta años ahora ya no lo es, y la pretensión de los ediles es la de
conseguir un régimen hidrológico más próximo al natural. En algo más de un año,
los arrastres invernales han formado numerosas barras laterales e islas
centrales, que han sido tomadas por eneas y alguna otra vegetación de porte
alto. Al abrigo de la vegetación, numerosas aves han encontrado cobijo y
sustento. Así, ánades reales, pollas de agua, garzas y martinetes han
incrementado notablemente su población.
La cuestión surge cuando llega el estío. Con
las calores, el caudal es tan exiguo que más que río parece arroyo. Un caudal
que, aunque pudiera parecerlo, no está mermado por la explotación sin control
de acuíferos ilegales, o por las retenciones en las presas de Santillana o El
Pardo, sino que se trata de una característica consustancial del Manzanares. Ya
en el siglo XVI, Tirso de Molina, de manera jocosa, ironizaba sobre tan escaso
caudal: “Como Alcalá y Salamanca, /
tenéis, y no sois Colegio) / vacaciones en verano / y curso sólo en invierno”. La
construcción de la Puente Segoviana, obra inmensa para tan escaso río, añadió
motivo para las afiladas jácaras del fraile mercedario, que en su obra Don Gil de las calzas verdes pone en
boca de uno de los personajes dos cuartetos que señalan el desequilibrio: “…ya que nos traen tus pesares / a que desta
insigne puente / veas la humilde corriente / del enano Manzanares, / que, por
arenales rojos, / corre, y se debe correr, / que en tal puente venga a ser /
lágrima de tantos ojos;…”. El caminante, que cree que la mejor
naturalización es la que propone la naturaleza, decide hacer un recorrido
lineal por el aprendiz de río, desde sus fuentes hasta Manzanares el Real,
donde sus aguas se remansan en el embalse de Santillana.
Han pasado cuatro días desde la
festividad del patrón de Madrid, y el intercambiador de Moncloa es un
hervidero. Media hora antes de la salida del autobús, una legión de andariegos
ya guarda cola en previsión de que la oferta sea menor que la demanda. Se
comenta en los corros que dos días atrás, el miércoles, fueron varias las
personas que se quedaron en tierra. De tal forma, y para evitar esperas
inútiles, de manera mecánica, todo el que llega va contando los que tiene
delante…, por si acaso. Llegada la hora, comienza el embarque y todos
encuentran acomodo para un viaje que, en una hora escasa, llegará al puerto de
Navacerrada.
Sin perder tiempo, pues el camino es
largo, el caminante inicia la subida hacia el tinglado de antenas que afean la
cima del Alto de las Guarramillas. Una subida por un carril de cemento, cuyo
único aliciente son las impresionantes vistas sobre la Garganta del Infierno,
valle encajonado entre las cuerdas de Las Cabrillas y Las Buitreras. A espaldas
de las llamativas instalaciones, hacia el naciente, un nuevo valle se abre en
el horizonte. Baja el caminante por la ladera, cuyo tramo pedregoso termina en
el viejo muro de contención del Ventisquero de la Condesa. Al otro lado del
muro, innumerables veneros riegan el verde pradal. A los pocos metros, un río
lleno de vida inicia un viaje de casi dieciocho leguas. Al fondo, en el
horizonte próximo, la lámina azulada del embalse de Santillana.
El joven Manzanares, pimpante y cantarín,
sortea berruecos y pastizales, hasta llegar a la barrera formada por la ladera
septentrional de La Maliciosa. Para esquivar el obstáculo, modifica su curso en
dirección al saliente, donde se encajona entre la Sierra del Francés y el Cerro
Ortigoso.
Entretanto, el caminante se aplica en
seguir las difusas marcas de un PR, que cruza un par de veces de una orilla a
otra. Varios son los arroyos que le van aportando caudal, y es en la junta del
que baja de Valdemartín, donde desdeña un tercer salto a la margen izquierda
por donde sigue la traza del sendero. Se aventura por la orilla derecha, a la
vera de la corriente, por donde la vereda va perdiendo su condición, hasta que
desaparece entre la vegetación. Durante un quilómetro, el cerrado brezal y las
fangosas turberas ponen un punto de dificultad hasta llegar al Puente de los
Manchegos. Tras recorrer un centenar de metros, un sendero se separa de la
pista terriza que serpea por la ladera meridional de la Cuerda Larga. Un
sendero que, por la margen izquierda de la corriente, inicia la búsqueda de la
refrescante compañía del agua.
Durante media legua, el caminante sube y
baja por la ladera con el ánimo de encontrar los mejores lugares para llegar a
la orilla. Y su tesón queda ampliamente recompensado con un amplio muestrario
de pozas cristalinas y de espumosos saltos que rompen sobre el lecho rocoso del
río. Bajo las imponentes llambrias de Cerro Ortigoso, la corriente se ahocina
en un lugar rocoso donde el agua busca salida por una sucesión de quiebras que
suman un desnivel de unos ciento cincuenta metros. Tras el espectáculo, vuelve
el caminante al sendero que, ahora, baja con decisión hasta un puente de madera
que cruza a la orilla derecha. Es el puente del Retén.
Ha llegado el momento de acabar con el
abasto, y el lugar es el más adecuado para hacerlo. Junto a la retumbante
corriente, bajo la luz tamizada por el pinar, el caminante da un repaso al
camino recorrido y al que todavía queda por hacer. Tras el descanso, llega al
Puente del Francés desde donde el río, que ha variado su curso hacia el
mediodía, permite la elección del recorrido por cualquiera de sus dos orillas. Sin
el impedimento de la vegetación, la corriente se desliza sobre el rocoso cauce
hasta llegar hasta las esmeraldinas aguas de la Charca Verde. Por el puente que
da servicio a un vivero forestal, vuelve el caminante a la orilla siniestra,
que ya no abandonará hasta llegar a su destino.
Otra vez el sotobosque y el pinar, hasta
el lugar donde el Manzanares vuelve a encajonarse en la Garganta Camorza.
Después, acabado el recorrido agreste, comienza la civilización. Un enjambre de
edificaciones que el caminante va a evitar volviendo a la, ahora, calmosa
corriente donde, sin pretenderlo, encuentra la sólida edificación del
abandonado Molino del Cura, que, desde principios de siglo XVIII hasta bien
entrado el XX, proporcionó molienda a Manzanares, Cerdeda, Moralzarzal, El
Boalo y Matalpino.
Pisando sobre el tablero granítico del
puente medieval, entra el caminante en el antiguo caserío de Manzanares. Un
puente por el que, durante siglos, pasaron los rebaños que trashumaban por la Cañada
Real Segoviana, y que en la actualidad, por causa del progreso, permanece casi
oculto bajo la moderna estructura de un nuevo puente de hormigón. Unos
centenares de metros más adelante, frente al castillo de los Mendoza, a la hora
prevista, el autobús inicia el viaje hacia La Corte.
DOR
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