lunes, 9 de octubre de 2017

LA CUENCA ALTA DEL MANZANARES

Con el objetivo de renaturalizar (sic) el río Manzanares a su paso por la ciudad de Madrid, en mayo de 2016, el Ayuntamiento abrió definitivamente las nueve compuertas que regulaban su escaso caudal. El primigenio objetivo de las compuertas, construidas en los años cincuenta del siglo pasado, era el de dar al río una apariencia de profundidad y caudal, al estilo de los ríos centroeuropeos. Y la prueba de que se consiguió la conservan en sus retinas los aficionados al cine. Basta ver una breve escena, de plano panorámico nocturno, de la película El Crack II, de José Luis Garci, en la que las cenizas de Cárdenas, alias El Moro, son esparcidas sobre un río que, por el buen hacer del director, más parece el Sena que el ManzanaresPero lo que fue moda hace sesenta años ahora ya no lo es, y la pretensión de los ediles es la de conseguir un régimen hidrológico más próximo al natural. En algo más de un año, los arrastres invernales han formado numerosas barras laterales e islas centrales, que han sido tomadas por eneas y alguna otra vegetación de porte alto. Al abrigo de la vegetación, numerosas aves han encontrado cobijo y sustento. Así, ánades reales, pollas de agua, garzas y martinetes han incrementado notablemente su población.

La cuestión surge cuando llega el estío. Con las calores, el caudal es tan exiguo que más que río parece arroyo. Un caudal que, aunque pudiera parecerlo, no está mermado por la explotación sin control de acuíferos ilegales, o por las retenciones en las presas de Santillana o El Pardo, sino que se trata de una característica consustancial del Manzanares. Ya en el siglo XVI, Tirso de Molina, de manera jocosa, ironizaba sobre tan escaso caudal: “Como Alcalá y Salamanca, / tenéis, y no sois Colegio) / vacaciones en verano / y curso sólo en invierno”. La construcción de la Puente Segoviana, obra inmensa para tan escaso río, añadió motivo para las afiladas jácaras del fraile mercedario, que en su obra Don Gil de las calzas verdes pone en boca de uno de los personajes dos cuartetos que señalan el desequilibrio: “…ya que nos traen tus pesares / a que desta insigne puente / veas la humilde corriente / del enano Manzanares, / que, por arenales rojos, / corre, y se debe correr, / que en tal puente venga a ser / lágrima de tantos ojos;…”. El caminante, que cree que la mejor naturalización es la que propone la naturaleza, decide hacer un recorrido lineal por el aprendiz de río, desde sus fuentes hasta Manzanares el Real, donde sus aguas se remansan en el embalse de Santillana.  

Han pasado cuatro días desde la festividad del patrón de Madrid, y el intercambiador de Moncloa es un hervidero. Media hora antes de la salida del autobús, una legión de andariegos ya guarda cola en previsión de que la oferta sea menor que la demanda. Se comenta en los corros que dos días atrás, el miércoles, fueron varias las personas que se quedaron en tierra. De tal forma, y para evitar esperas inútiles, de manera mecánica, todo el que llega va contando los que tiene delante…, por si acaso. Llegada la hora, comienza el embarque y todos encuentran acomodo para un viaje que, en una hora escasa, llegará al puerto de Navacerrada.

Sin perder tiempo, pues el camino es largo, el caminante inicia la subida hacia el tinglado de antenas que afean la cima del Alto de las Guarramillas. Una subida por un carril de cemento, cuyo único aliciente son las impresionantes vistas sobre la Garganta del Infierno, valle encajonado entre las cuerdas de Las Cabrillas y Las Buitreras. A espaldas de las llamativas instalaciones, hacia el naciente, un nuevo valle se abre en el horizonte. Baja el caminante por la ladera, cuyo tramo pedregoso termina en el viejo muro de contención del Ventisquero de la Condesa. Al otro lado del muro, innumerables veneros riegan el verde pradal. A los pocos metros, un río lleno de vida inicia un viaje de casi dieciocho leguas. Al fondo, en el horizonte próximo, la lámina azulada del embalse de Santillana.





El joven Manzanares, pimpante y cantarín, sortea berruecos y pastizales, hasta llegar a la barrera formada por la ladera septentrional de La Maliciosa. Para esquivar el obstáculo, modifica su curso en dirección al saliente, donde se encajona entre la Sierra del Francés y el Cerro Ortigoso.




Entretanto, el caminante se aplica en seguir las difusas marcas de un PR, que cruza un par de veces de una orilla a otra. Varios son los arroyos que le van aportando caudal, y es en la junta del que baja de Valdemartín, donde desdeña un tercer salto a la margen izquierda por donde sigue la traza del sendero. Se aventura por la orilla derecha, a la vera de la corriente, por donde la vereda va perdiendo su condición, hasta que desaparece entre la vegetación. Durante un quilómetro, el cerrado brezal y las fangosas turberas ponen un punto de dificultad hasta llegar al Puente de los Manchegos. Tras recorrer un centenar de metros, un sendero se separa de la pista terriza que serpea por la ladera meridional de la Cuerda Larga. Un sendero que, por la margen izquierda de la corriente, inicia la búsqueda de la refrescante compañía del agua.







Durante media legua, el caminante sube y baja por la ladera con el ánimo de encontrar los mejores lugares para llegar a la orilla. Y su tesón queda ampliamente recompensado con un amplio muestrario de pozas cristalinas y de espumosos saltos que rompen sobre el lecho rocoso del río. Bajo las imponentes llambrias de Cerro Ortigoso, la corriente se ahocina en un lugar rocoso donde el agua busca salida por una sucesión de quiebras que suman un desnivel de unos ciento cincuenta metros. Tras el espectáculo, vuelve el caminante al sendero que, ahora, baja con decisión hasta un puente de madera que cruza a la orilla derecha. Es el puente del Retén.









Ha llegado el momento de acabar con el abasto, y el lugar es el más adecuado para hacerlo. Junto a la retumbante corriente, bajo la luz tamizada por el pinar, el caminante da un repaso al camino recorrido y al que todavía queda por hacer. Tras el descanso, llega al Puente del Francés desde donde el río, que ha variado su curso hacia el mediodía, permite la elección del recorrido por cualquiera de sus dos orillas. Sin el impedimento de la vegetación, la corriente se desliza sobre el rocoso cauce hasta llegar hasta las esmeraldinas aguas de la Charca Verde. Por el puente que da servicio a un vivero forestal, vuelve el caminante a la orilla siniestra, que ya no abandonará hasta llegar a su destino.







Otra vez el sotobosque y el pinar, hasta el lugar donde el Manzanares vuelve a encajonarse en la Garganta Camorza. Después, acabado el recorrido agreste, comienza la civilización. Un enjambre de edificaciones que el caminante va a evitar volviendo a la, ahora, calmosa corriente donde, sin pretenderlo, encuentra la sólida edificación del abandonado Molino del Cura, que, desde principios de siglo XVIII hasta bien entrado el XX, proporcionó molienda a Manzanares, Cerdeda, Moralzarzal, El Boalo y Matalpino.  






Pisando sobre el tablero granítico del puente medieval, entra el caminante en el antiguo caserío de Manzanares. Un puente por el que, durante siglos, pasaron los rebaños que trashumaban por la Cañada Real Segoviana, y que en la actualidad, por causa del progreso, permanece casi oculto bajo la moderna estructura de un nuevo puente de hormigón. Unos centenares de metros más adelante, frente al castillo de los Mendoza, a la hora prevista, el autobús inicia el viaje hacia La Corte.

DOR


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