En la brumosa mañana del día de san Andrés de
1808, los presuntuosos mariscales franceses, en su avance hacia Madrid, no
encontraban la forma de franquear el paso de Somosierra. La sólida defensa de
unas escasas y mal pertrechadas tropas españolas obligó a Napoleón, que aún
respiraba por la herida de la derrota en Bailén, a ponerse al mando del
ejército francés. Tras la batalla de Gamonal y el posterior saqueo de Burgos,
los franceses no habían podido superar las cuatro líneas de cañones que,
escalonadamente, defendían el paso del Duratón. La batalla se perdió; pero la
gloria de vencer la resistencia de las inexpertas tropas españolas, no fue para
los franceses sino para la caballería polaca, aliada del francés que, en un
ataque suicida, consiguió lo que no había conseguido el ejército más experimentado
de Europa. Al día siguiente, primero de diciembre, le Petit Caporal duerme en
Buitrago del Lozoya, y el 3 del mismo mes se instala en el palacio del Duque
del Infantado en Chamartín de la Rosa, en las afueras de Madrid. Una placa, colocada
por la República de Polonia en uno de los muros de la Ermita de la Soledad, en
lo alto del puerto, rinde merecido tributo a los que, por ambos bandos, cayeron
en la batalla.
La roma cumbre de la Cebollera Vieja, desde sus 2129 metros , nunca se
ha conformado con ser mudo testigo de la historia… y del incesante tráfico de
la N-1. De las inagotables fuentes de sus laderas y estribaciones, nacen el
Duratón, que huye en dirección NO en busca del Duero, y el Jarama que lo hace
hacia el sur hasta entregar sus aguas al Tajo. Sobre los cordales y paisajes de
ese parto intemporal de aguas, el caminante va a emplear siete vivificantes
horas del último miércoles del mes de junio.
Llega el caminante a Somosierra con una
temperatura más que aceptable, teniendo en cuenta el sofocante mes que está
sufriendo la Corte. Antes de iniciar el camino se acerca a la ermita, donde
tres coronas de laurel duermen, sobre un poyo de piedra, el recuerdo de los
caídos en el combate de aquel 30 de noviembre de hace más de dos siglos.
Cruzando la carretera, junto a la gasolinera, surge
a la vida un camino, en principio cementado, que va tomando altura sobre el
puerto. Al tiempo en que se acaba el cemento, tras pasar la fuente de Prado Antón,
una primera visión del agua despeñándose sobre las rocas de Los Litueros
reconforta al caminante. Es entonces cuando el camino toma dirección al
saliente para, en una sofocante subida, llegar hasta la pista que viene, por el
sur, desde la Cebollera Nueva. Sobre la cota 1750, manteniéndose sobre la curva
de nivel, el excelente camino se abre paso entre asustadizas vacas que observan
al forastero con curiosidad. Verdes praderas, fuentes y regatos jalonan el
camino.
Tras algo más de una legua desde el inicio, y
media antes de que el camino entre en la provincia de Segovia, a
contracorriente del Regajo del Oso, el caminante comienza una subida que ya no
cesará hasta el vértice geodésico de la Cebollera Vieja. Sin camino definido,
pero sin apartarse de la humedad del perdido arroyo, va superando, no sin
esfuerzo, la ladera de poniente. Superada la prueba, sobre la redondeada cima,
en el lugar en que se juntan los términos provinciales de Segovia, Guadalajara
y Madrid, adosada a una gran piedra colocada al modo de un prehistórico menhir,
una placa metálica con unos sentidos versos del arcobricense Antonio Murciano
homenajea a los agentes forestales: Veo
un hombre que huella con su planta / los cien caminos rojos del estío, / que
arde de sed y sueña que es un río, / un muro ante el dolor que se agiganta. Alrededor
del pétreo cipo los paisajes se agolpan ante los ojos del caminante: al norte, casi
agostada por las calores del iniciado estío, la extensa llanura segoviana; al
saliente la Cuerda de la Pinilla y la Sierra de Ayllón; a poniente, al otro
lado del puerto, la interminable cuerda de la Sierra de Guadarrama y, hacia el
sur la Sierra del Rincón y el valle del alto
Jarama.
Ganas le dan de seguir el muro de piedra que
avanza hacia los negros nubarrones que, poco a poco, van tomando forma sobre el
Pico del Lobo; pero su quehacer está en otros lugares. Su camino, ahora hacia
el sur, se encarama sobre la divisoria de aguas siguiendo la línea de cimas de
la Sierra Cebollera. Unos centenares de metros antes de llegar al vallejo donde
se encuentra el nacedero del Jarama, el caminante toma una confusa senda que se
descuelga hacia poniente. Entre el cambronal, con la atención puesta en no
perder la tenue vereda, avanza loma abajo en busca de la chorrera. Enriscado
entre los peñascos, baja y sube hasta encontrar el paso que lo dejará sobre el
voladero donde las aguas de los arroyos del Chorro y de las Pedrizas conforman al
joven Duratón.
El caminante aún conserva la amistad con un
andariego que mantiene, quizá con excedido criterio, que el complemento ideal
de una jornada de caminata campera es una buena comida; y mejor si es con
abundancia proteínica. No será el caminante el que niegue la gracia de un menú
gabarrero en Casa Hilaria, pero, en ese momento, asomado a aquel balcón
natural, con un humilde bocadillo en las manos, se tiene por el más feliz de
los mortales.
Tras los honores a la bucólica, toca ahora regresar
a Somosierra. Un antiguo camino, engullido por cambroños y punzantes rosales
silvestres, pone a prueba el tesón del caminante. Cuando logra salir del
lacerante laberinto de vegetación, ya cerca de su destino, junto a una
talanquera, el gratificante encuentro con el refrescante chorro de un olvidado
abrevadero que mana del herbazal. Mientras avanza hacia su destino comienza
bullirle una idea: una vez visitado el origen del Duratón, ¿por qué no llegar
hasta las fuentes del Jarama?
Ya en el caserío, justo en el momento de tomar
las riendas de la máquina infernal, las negras nubes, que han ido tomando cuerpo
durante la tarde, descargan una tromba de agua que deja la temperatura en 18
grados. Al llegar a la Corte casi del doble, o sea,… el infierno.
DOR