viernes, 21 de marzo de 2014

DOS CRUCES

Es sabido que el compositor bilbaíno, y español universal, Carmelo Larrea, aunque lo escribiese ya en Madrid, había encontrado en Sevilla, durante el tiempo en que allí vivió, la inspiración para componer el celebrado bolero “Dos cruces”. Pero el caminante, aliado de la fabulación, da una vuelta de tuerca a la realidad y, durante el viaje de regreso desde San Lorenzo de El Escorial, imagina que la inspiración de Larrea pudo haberle llegado después de haber pateado las cumbres que, en forma de barrera pétrea, guardan al Real Sitio del frío aquilón.

El caminante, esta vez en agradable compaña, cuando se cumple el décimo aniversario de un día de infausto recuerdo para la ciudad de Madrid, toma el tren con destino a El Escorial. Desde la estación, en un autobús local, la llegada a la estación de autobuses de San Lorenzo donde, mientras acomodan la impedimenta dentro de las mochilas, pegan la hebra con un experimentado senderista, ahora retirado por los años, que añora el tiempo en que pernoctaba en el refugio de Cueva Valiente, para, al día siguiente, recorrer los infinitos rincones de la zona.

Tras superar el caserío de San Lorenzo, el camino sigue el rústico enlosado sobre el arroyo del Romeral, hasta salir al carril terrizo donde se inicia la ruta. Si al principio asciende entre los albares, más tarde el pinar se mezcla con las todavía desnudas hayas, y con algún perdido ejemplar de alerce. La cadenciosa subida queda en suspenso en la fuente del Trampalón, donde reponen las necesarias fuerzas para continuar. El espacio abierto que conforma el cruce de caminos del puerto de San Juan de Malagón, les obliga a abrigarse. Desde allí, un cómodo camino, los llevará hasta la primera de las cruces de la jornada: la cruz de Rubens.





Situada en un impresionante miradero, recoge la tradición que sitúa a Rubens, en 1629, tomando bocetos de la entonces admiración de Europa: el monasterio de San Lorenzo. Aunque el día no es demasiado claro, es perfectamente visible la espejada superficie del embalse de Valmayor, y las inconfundibles siluetas de Las Machotas. Tras ellas, casi perdida en la bruma, la picuda formación rocosa de La Almerara, ya en el término de Robledo de Chavela. De vuelta al camino, con la pastoril estampa de las vacas pastando en las praderías, inician el repecho hasta la segunda cruz: la de Abantos. Desde el nuevo balcón, una diferente perspectiva del Monasterio y, hacia el norte, tras el interminable muro del Patrimonio Nacional, la inconfundible visión nevada de la Cuerda Larga.





Ahítos de paisajes, al arrimo de la fuente del Cervunal, en medio de la soledad más absoluta, terminan las provisiones. Desde allí, siempre en compañía de un bien señalizado GR, comienzan el acusado descenso. Si al principio son acompañados por el rumor del joven arroyo del Romeral, cuando el camino se aparta de él, solo el machacón sonido del picapinos escolta la bajada de los caminantes.


Más tarde, ya en la civilización, toman el autobús que, como un navío rodante, se abre paso a través de la brillante lamina de agua de Valmayor. Durante el camino a Madrid, el caminante, con el fin de pergeñar unas líneas, recompone las vivencias del día con la intención de evitar, como dice Larrea en su bolero, que aquellas dos cruces queden clavadas en el monte del olvido.

DOR

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