Decididamente no existen
rutas menores. Dentro del abanico de recorridos que el caminante, permanentemente,
mantiene en disposición, el de hoy, sin explicación especial, siempre se había
quedado postergado. Aprovechando que la máquina infernal se encuentra en el
herrero, decide que ya es tiempo de comprobar los paisajes que se esconden en
una parte de lo que actualmente se conoce como Ruta Imperial, o sea, la que
seguía Felipe II en sus viajes de ida o vuelta desde Madrid al Real Sitio de
San Lorenzo de El Escorial. En el día en que celebran su onomástica los que
tengan la ventura de llamarse Córdula o Abercio, toma un autobús del Consorcio
que en algo más de una hora lo deja en la Plaza del Dos de Mayo de
Navalagamella.
La mañana está
fresca. El sol comienza a desperezarse sobre las añosas encinas, y la previsión
es que, en este verano a contrapelo que nos han dejado los Santos Arcángeles,
la temperatura alcance valores inusuales para estar a escasas fechas del Día de
los Santos. Sale del pueblo encajonado entre musgosos muros, por un camino que
fue carretero y al que ahora la vegetación ha dejado en angosta vereda. La
bondad del sendero le permite distraer su pensamiento con los curiosos topónimos
por los que avanza: Las Ánimas, Prado Carrero, El Encinar, La Anastasiona,…
Al salir de los
muros, el camino vuelve a tomar una traza más amplia y cruza una pista que coincide
con la soterrada conducción de agua Picadas-Valmayor. Tras media hora de onduloso
caminar entre chaparros y enebros, una valla metálica y numerosos carteles,
advirtiendo del peligro de voladuras controladas, indican al caminante que está
llegando a la cantera a cielo abierto que aparece en los mapas. Con la
precaución que le produce el vértigo, se asoma a la inmensa herida abierta en
el terreno. El ensordecedor ruido de la maquinaria será el molesto compañero
hasta llegar a la carretera de Quijorna. El caminante, que durante el recorrido
no ha entrado en propiedad privada alguna, por uno de esos misterios de difícil
explicación, al llegar a la carretera, se encuentra una valla de alambre
cerrada con una cancela metálica que no tiene más remedio que saltar.
La distancia ha
apagado el ruidoso trajinar de la cantera. Siempre hacia el saliente, el camino
avanza en dirección al río Perales, hasta llegar a un cerradísimo meandro justo
en el lugar que responde al acertado topónimo de La Retuerta. Desde la altura
del barranco el río se escucha pero no se ve. La cerrada vegetación lo mantiene
invisible. La pronunciada pendiente obliga al caminante a buscar la manera más
cómoda de bajar hasta el cauce. Una vez en él, avanza sobre el húmedo herbazal
de la orilla derecha. Sigue escuchando el rumor de la escondida corriente
discurriendo hacia el mediodía. El caminante, tenaz en la porfía, procura no
apartarse de la orilla, lo que conlleva una paciente lucha contra los pinchudos
zarzales. Su perseverancia para no apartarse de la corriente queda recompensada
cuando, de vez en cuando, fresnos, zarzamoras y cornicabras, abren el tupido bosque
de galería y dejan el río a la descubierta.
En uno de esos
claros, cuando el río comienza a enriscarse, aparece una de las sorpresas del
día. Ninguno de los mapas manejados por el caminante señala su existencia, pero
allí está. Con una rehabilitación más que aceptable, el puente del Pasadero
lleva en aquel encajonamiento del Perales desde que los musulmanes lo
construyeran como parte del camino que unía Talamanca del Jarama con el valle
del Tietar. Río arriba, casi engullidos por la vegetación, comienzan a aparecer
los restos de lo que en su momento fue una floreciente actividad de temporada:
los molinos harineros movidos por la fuerza de la corriente. Aunque se resiste,
el caminante tiene que abandonar la orilla del río. Ahora no es la vegetación,
sino la valla de una finca particular la que le obliga a dar un rodeo hasta la
presa de Cerro Alarcón.
Vuelve a las aguas
del Perales, ahora represadas en el embalse. Una senda de pescadores bordea la orilla,
hasta que el agua vuelve a hacerse río. Es entonces cuando el paisaje aparece
en todo su esplendor; desaparece la cerrada vegetación y la corriente discurre
por un terreno rocoso que hace que el agua se torne cristalina y bullidora.
Durante más de una legua, el caminante, en un continuo disfrute, avanza a
contracorriente. Sube, baja, busca los pasos ocultos entre la rocas, procurando
no separase de la orilla. En su camino, arrimados a la corriente, encuentra los
restos de algunos molinos, cuyos recios cubos de piedra siguen dejando constancia
de la actividad perdida y que, según la información del municipio, fueron
cinco: el Molino Alto, el de Baltasar, el Serrano y el del Real Monasterio,
todos ellos de una sola piedra, y el de Navacerrada de dos piedras.
Cuando la colada
que sigue el río se encuentra con la Cañada Real Leonesa, llega el momento de
abandonar el rumbo norte que hasta ahora traía el caminante. En ese cuadrivio
se encuentran los arruinados restos del puente medieval que salvaba la
corriente, y del que solamente quedan, como testigos mudos de su perdida
importancia, los arranques de los dos pequeños arcos que conformaban su fábrica.
Entre centenarias encinas y, sobre todo, entre enebros de gran porte, avanza
por la Cañada hasta un hondón sombreado de fresnos donde descansa durante media
hora. Antes de entrar en Navalagamella, el animoso caminante aún tiene arrestos
para realizar un acercamiento hasta la zona donde todavía se conservan algunos
restos de la Guerra Civil.
A la hora prevista
llega el autobús que viene de Colmenar del Arroyo y que, en algo más de una
hora y tras un maratón de pueblos serranos, llevará al caminante hasta la
Corte.
DOR