Lo vi acercarse
lentamente. Bajaba por la carreterilla que parte en dos el paraje de La
Herrería. Al principio no puse especial atención a su presencia; me pareció uno
más de los paseantes que, desde San Lorenzo, se llegan hasta la Ermita de la
Virgen de Gracia. Eran casi las cinco de la tarde, y me había llamado la
atención, por lo extemporáneo, que una mujer, sentada en una de las mesas de
madera que hay junto a la M-503, estuviese terminando su comida.
Yo, después de
andar más de quince kilómetros por el puerto de San Juan de Malagón, y por el
añoso castañar que se descuelga por la ladera de saliente de la Machota Alta,
me paré sobre el puente que salva la corriente del arroyo del Batán. El tramo
que me quedaba hasta la estación de El Escorial era el más monótono y
previsible, y necesitaba hacer una recapitulación de lo que había sido la
jornada. Fue en ese momento, quizá al verme con los mapas en la mano, cuando se
acercó a mí.
-
¿Quiere saber cómo se llama este
arroyo?
En numerosas
ocasiones me he encontrado con personas que, aunque no la necesites, te ofrecen
su ayuda. Del saber de esos voluntarios siempre he obtenido una valiosa
información que completa y enriquece las parcas explicaciones de los mapas. Entonces,
con un rápido vistazo, me fijé detenidamente en él. El calzado deportivo de tonos
claros contrastaba con el color negro del pantalón y de la cazadora montañera.
Aunque parecía no necesitarlo, llevaba un curioso bastón que, más tarde, me
confesó le había hecho su hermano allá en su pueblo: Bembibre. Sonreí, y esperé
a que me diera su explicación.
-
Es el arroyo del Batán, aunque
otros, desde este lugar, lo conocen como río Aulencia.
Simulando que
desconocía aquella información, volví a mirar el mapa. Entonces, quizá para
justificar su atrevimiento, argumentó:
-
Disculpe, creía que se encontraba
perdido, pero ya veo que no.
No me interesaba
iniciar una larga conversación, pues tenía intención de tomar el tren de las
17:13. Le pregunté si era vecino de San Lorenzo, y fue su contestación lo que
me llevó a variar la hora de mi marcha a Madrid.
-
Vivo en el monasterio. Soy fraile.
Su vasto
conocimiento de los alrededores me interesó. Se definió como buen caminante,
aunque el peso de los años había acortado el recorrido de sus paseos.
-
Con dieciséis años, al poco de
llegar del seminario que la orden tenía en Leganés, hice mi primera marcha. El
maestro nos llevó hasta Peguerinos, y cuando volvimos al monasterio había
pasado la hora de la cena.
El crecido caudal
del arroyo, nos llevó a comentar el excelente año de aguas del que
disfrutábamos. Enumeró todas las fuentes de los alrededores: la de La Reina,
antiguamente Matalasfuentes; la de Las Arenitas; la de la Virgen de Gracia; la
de La Prosperidad; la de Los Capones; la de El Seminario;...De pronto paró en su
inventario y, con una sonrisa pícara, me dijo:
-
Todas éstas aparecerán en sus
mapas. Pero hay una que seguramente no encontrará: la de Blasco Sancho o del
Estribo, que está junto al estanque del monasterio. De esta fuente bebía un
anciano hermano, ya fallecido, y que había llevado una muestra del agua a un
laboratorio de Madrid, donde aseguraron que era el agua más pura que habían
analizado nunca.
En ese momento me
traicionó la memoria. Sabía que los jerónimos abandonaron el monasterio con la
Desamortización de Mendizábal, pero no recordaba la orden que actualmente
cumplen las cargas fundacionales de Felipe II. A mi escueta pregunta, contestó
de forma detallada y a la vez concisa:
-
El Real Monasterio se mantuvo
semiabandonado durante casi 48 años. La Orden Agustina, a la que pertenezco, se
hizo cargo en julio de 1885 con más de un centenar de agustinos que llegaron
desde Burgos y Valladolid. Dentro de unos meses se cumplirán 128 años de
dedicación al culto de la Basílica, a la atención a la Real Biblioteca, y a la
enseñanza. Un largo periodo, solamente interrumpido entre los años 1933 y 1939.
En 1933 se suprimió la enseñanza en el Real Colegio Alfonso XII y en el Real Colegio
Universitario María Cristina. El 6 de agosto de 1936, 106 religiosos de la
comunidad, fueron detenidos y llevados a Madrid. En total 108 agustinos
escurialenses fueron victimas durante la guerra; 70 de ellos descansan en las
fosas de Paracuellos del Jarama. Ninguno de ellos mereció aquella muerte. En
algún caso, como en el Gerardo Gil Leal, su dedicación a ayudar a los
necesitados sigue tan reconocida, que tiene calle en El Escorial y en San
Lorenzo. Ésta es nuestra memoria histórica.
Terminó su relato con
un ligero temblor en su voz, pero, al momento, cambió el semblante, como
tratando de olvidar aquello que me había contado.
Cuando miré el
reloj de dí cuenta de que ya había perdido dos trenes más, y que no tenía mas
remedio que marcharme. Él se dio cuenta de la situación, y me alargó la mano en
señal de despedida.
-
Me llamo Modesto. Si necesita algo
de mí ya sabe donde estoy.
Correspondí dándole
mi nombre, y le trasmití el deseo de poder encontrarnos en otra ocasión.
Junto a la señal de
madera que indica la fuente de Los Capones, volví la cabeza y vi como su figura
se difuminaba entre los troncos del rebollar de la ermita. Aceleré la marcha
acompañado de la extraña mistura del gorjeo de los mirlos y el sonido metálico
de los golpes del campo de golf.
Camino de Madrid,
con el tibio sol entrando por las ventanillas del tren, una sola idea rebullía
en mi pensamiento. Tenía la impresión que aquel fraile no había pasado casi
setenta años dedicado, exclusivamente, a la oración; su conocimiento y la forma
de expresarse escondían algo más. Pero ya era tarde para preguntárselo.
Una y otra vez, una
fuerza extraña me llevaba a la misma cavilación. ¿Era Modesto más que un
sencillo fraile de la comunidad del Real Monasterio? Los datos de los que
disponía eran pocos, pero lo intenté. Comencé, con nulo resultado, en la página
web del ayuntamiento de Bembibre, pues sabido es que las corporaciones
municipales, de cualquier tendencia, gustan de presumir de sus hijos ilustres.
Cuando ya no lo esperaba, la suerte me acompañó. Asocié el nombre del fraile
con el del Real Monasterio, y se hizo la luz. Apareció el nombre de Modesto
González Velasco, archivero del Monasterio, y autor de innumerables obras
relacionadas con aquél y con la orden Agustina. ¿Era aquel Modesto González
Velasco el fraile con el que estuve charlando junto al arroyo del Batán? Tenía
la corazonada de que eran la misma persona, pero debía averiguarlo.
Pasados dos días
decidí que la solución pasaba por la búsqueda telefónica. Había observado que
la práctica totalidad de las obras estaban editadas por Ediciones Escurialenses,
editorial dependiente de la Provincia Agustiniana Matritense. Armado de valor y
con pocas esperanzas, marqué uno de los números de teléfono de la editora. Una
voz de mujer me atendió.
-
Perdone; el pasado día 10 conversé
con un fraile que dijo llamarse Modesto. Averiguaciones posteriores me llevan a
pensar que pudiera tratarse de Modesto González. ¿Podría usted ayudarme?
Escéptico, aguardé
la contestación de la mujer. Esperaba la fría contestación de una funcionaria, indicándome
que Modesto González había muerto hacía algunos años, pero resultó todo lo
contrario.
-
Si quiere puede preguntarle a él,
porque, precisamente, ahora está aquí. ¿Quiere que se lo pase?
Quedé en silencio
por unos segundos. La casualidad me volvía a sonreír. La inconfundible voz del
fray Modesto, que yo conocía, tronó al otro lado del teléfono.
Volvimos a charlar
durante un buen rato. En la actualidad, su comisión como postulador en el
proceso de canonización de los mártires agustinianos de la guerra civil, le
ocupaba todo su tiempo. Me habló de sus viajes por Europa, y de su estancia,
durante varios años, en los EE.UU.
Sine díe, volvimos
a emplazarnos en un encuentro en el lugar de La Herrería, en el antiguo batán,
o en cualquiera senda de la zona.
DOR
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