Había previsto hacer esta ruta el sábado 27, pero
el deseo no me dejó esperar. El miércoles anterior, pasadas las siete de la
mañana, me incorporé al farragoso tráfico de una jornada laborable.
El amanecer se abrió con un cielo limpio de nubes
y una temperatura moderada, lo que presagiaba un perfecto día para entender
parte de los caminos de la Comunidad de Villa y Tierra de Pedraza. Antes de
llegar al lugar donde iba a iniciar la ruta, asohora, la primera sorpresa de la
jornada: la ermita de la Virgen de las Vegas. Este buen ejemplo del románico
segoviano, se encuentra en un letífico lugar junto a la carretera que discurre
paralela al río Cega, en el término de la escondida población de Requijada.
Cuando llegué a Pedraza me alegré de no haberlo
hecho en sábado. La soledad de sus calles me permitió hacer un estimulante
recorrido por su trazado medieval. Cuando salí por la única puerta de entrada al
entramado de calles, un pedrazano, viva muestra de que la vida vecinal sigue
existiendo en la villa, comenzaba su paseo mañanero.
Pedraza hubiera hecho feliz a Hécate, diosa
griega de las encrucijadas, pues abre su único acceso a un cruce de tres
carreteras. Allí, junto a un gran pilar de un solo caño, comencé mi andadura.
El camino, tras una enérgica bajada, se estabiliza tras dejar a la siniestra la
Casa del Águila Imperial, rehabilitación realizada sobre las ruinas de la
antigua iglesia de San Miguel. Por uno de los arcos del acueducto, que otrora
surtía de agua las huertas de la iglesia, el camino se empina entre el
carrascal. Hasta llegar a Orejanilla, el camino, con la evidente huella del
último temporal de lluvias, coincide con el recién habilitado Camino de San
Frutos; 77 kilómetros
que van desde el acueducto de la capital segoviana hasta la ermita del santo
pajarero.
A Orejanilla se llega tras cruzar la cristalina
corriente del río Pontón por un puentecillo sin barandal. Tras pasarlo y
abandonar el Camino de San Frutos, a un cuarto de hora, por una zona de verdes
prados rasgados por el albo Camino de la Hebilla, se encuentran los arruinados
restos del templo del Espíritu Santo. Sin perder de vista el espeso soto del
río, y antes de divisar el caserío de Revilla, el camino gira a la izquierda con
dirección a la carretera. Allí, solitaria, mimetizada ante un fondo de
crestones silíceos, con la medianería de un silente fosar, se alza la iglesia
de San Juan Bautista. El recio muro que la rodea, y las dos cancelas cerradas
con cadenas, me obligaron a remedar a los almonteños. En el solejar que da
entrada a su galería porticada, y con objeto de tomar las fuerzas necesarias
para reanudar el camino, hice las once. De buena gana hubiese estado más tiempo
para tratar de comprender el significado de sus historiados capiteles, pero
debía continuar.
Orillado a la solitaria carretera, sin camino
definido, llegué al segundo barrio o pedanía del municipio de Orejana: El
Arenal. Antes de dejar el asfalto, junto a un antiguo crucero que allí llaman
la Cruz de Canto, una mujer de avanzada edad se afanaba, con una azada más
añosa que su dueña, en limpiar de malas hierbas la entrada de su predio. Había
leído de la proverbial entereza de los naturales de estas tierras, de tal forma
que para ponderar el fuerte carácter de alguien es frecuente escuchar: es más
duro que uno de Orejana.
-
Mala herramienta para su edad.
La mujer se encogió de hombros.
-
Esto no es nada. Me entretiene y me
sienta bien.
Me paré un rato a hablar con aquella mujer. Tenía
una gran cantidad de tutores clavados en la desmenuzada tierra, pero aún no
había tomado la decisión de sembrar las judías.
-
Todavía está helando en las madrugadas, y
si coge tiernos los brotes, adiós cosecha.
Antes de despedirme, me dio cumplida razón del
paraje donde debía encontrar el siguiente objetivo de la ruta: el despoblado de
La Alameda.
Únicamente un par de casas se mantienen en pie en
La Alameda, todas las demás, en ruinas, acabarán engullidas por la maleza. Solo
la fuente, en el lugar donde debía estar el centro de la población, se mantiene
con vida, y su rumoroso y fresco chorro mitiga la sed del caminante. En el contorno, encinas
varias veces centenarias sombrean las abandonadas praderías. Un camino
policromado por finas arenas silíceas, me sacó hasta la carretera que sube a La
Matilla. Tras cruzarla, un carril va descendiendo, entre pinos y encinas, hasta
el río Cega.
Unos centenares de metros antes de llegar al río,
el fragor de las aguas resultaba inconfundible. Al llegar al risco sobre el
Molino de la Cubeta, el bramido de la presa era ensordecedor. Varios troncos
encajados en los muros del molino daban fe del nivel de las aguas en los
últimos días. Después de un entretenido subir y bajar por la margen izquierda
del Cega, a la contra de la briosa corriente, las sucesivas trochas me llevaron
hasta la población de La Velilla, donde, a la orilla del agua, acabé con las
provisiones. La media hora dedicada a la comida, me sirvió de descanso para
afrontar la parte más áspera de la ruta.
De La Velilla a Pedraza hay, por carretera, algo
más de dos kilómetros, pero mi camino no iba a ser ese. Avancé hasta la zona de
los antiguos molinos, y subí hasta el viejo sabinar de la loma a la que llaman
El Culebral, para entrar en Pedraza por el arroyo del Vadillo.
Camino de Madrid, al pasar por Sotosalbos, recordé
el pasaje del Libro de Buen Amor, donde Juan Ruiz, en su camino a Sotos Alvos, narra su encuentro con La
Chata, serrana portazguera del puerto de Malangosto. Estando allí, no me quedó
más remedio visitar la iglesia de San Miguel Arcángel. De esta forma daba por
terminado un provechoso día caminero, entreverado de hermosos ejemplos de
románico segoviano.
DOR