Aunque el arranque pueda parecer
el de una de las muchas fábulas de Esopo, no es así. Simplemente se trata de una
nemotécnica medida de tiempo; del que va desde que un puntero láser, a eso de
la medianoche del día 8 de marzo, señaló la escondida rana de la fachada de la
Universidad de Salamanca, hasta el mediodía del día 10, hora en que, en la
modernista Casa Lis, apareció ante nosotros un hermoso prendedor en forma de
libélula. Entre las dos visiones, una apretada visita a Las Batuecas y a la
capital salmantina.
Las previsiones no eran las
idóneas para pasar el fin de semana pateando las calles. He llegado a pensar si
contamos con un gafe en el grupo, pues, siguiendo la norma de las últimas
visitas, el tiempo volvía a mostrarse amenazador, y Zeus así lo confirmó empeñándose
en acompañarnos durante el trayecto hasta Salamanca.
Llegamos al hotel entre dos
luces. Como de costumbre, el habitual reparto de habitaciones y la cena. A las
22,30, el grupo, casi al completo, salía a las calles de la antigua Helmántica.
En un ejercicio de amagar y no dar, la lluvia respetó nuestro paseo nocturno,
que, para abrir boca, comenzó en la abarrotada Plaza Mayor. Magnificentemente
iluminada, el continuo trasiego de gentes, entrando y saliendo por sus calles,
daba la impresión que todos los salmantinos se habían citado allí. Después el
plateresco de la historiada fachada de la Universidad donde, como quedó dicho,
algunos se afanaron en encontrar la rana sobre la calavera, hasta que el láser
salvador los sacó del desconcierto.
Al día siguiente, con Las
Batuecas en el horizonte, nuestro camino avanzaba dejando a uno y otro lado la
inmensa soledad de dehesas y alcornocales. Allí, tomando el testigo de las extintas
ganaderías de bravo, las piaras de cerdos sainan sus cuadriles para deleite de
nativos y foráneos. El autocar, después de pasar sobre la tumultuosa corriente
del río Francia, nos dejó en la plaza de armas del desvencijado castillo de
Miranda del Castañar. Los mirandeños se jactan de que el recinto es el coso
taurino más antiguo de España, en dura competición con los de Béjar y Ronda. Un
didáctico paseo por su interesante trazado urbano, nos mostró las signadas
casas de judíos conversos, y el resultado de los curiosos acuerdos entre el
poder civil y el eclesiástico, sobre la ubicación y uso de las campanas de la
iglesia.
Cuando, en La Alberca, entramos
al restaurante, el cielo se abrió en una catarata de agua. Al salir – de nuevo
amagar y no dar -, la lluvia se retiró, permitiéndonos la visita. Tras las idas
y venidas por sus empedradas calles, el regreso a Salamanca, otra vez, pasado
por agua. Al llegar a la capital, un tímido sol doraba las piedras del casco
viejo. El paso del Tormes por el Puente Romano sirvió para observar la clara
diferencia entre la puente vieja, y
la rehabilitación –puente nueva-
realizada en el siglo XVII, cuando una riada se llevó once de los veintiséis prístinos
arcos.
Antes de la anochecida, una
interesante visita a las cubiertas de la Catedral Nueva, desde donde la ciudad
nos mostró estampas poco habituales: el Palacio de Anaya, uno de los escasos
ejemplos de neoclásico de la ciudad; las descomedidas Torres de la Clerecía; la
recoleta iglesia de San Sebastián; y, sobre todo, la vida de la ciudad
materializada en la Rúa Mayor.

En una clara ruptura con lo hasta
ahora visto, terminamos nuestra visita a Salamanca en la modernista Casa Lis. Interesantes:
la fachada norte, su transformado interior y, sobre todo, las colecciones
expuestas – vidrios, bronces, muñecas, criselefantinas, relojes, abanicos,
muebles y pinturas-, en un conjunto sencillo y equilibrado.
La comida, frente al también
modernista Mercado de Abastos, obra del mismo arquitecto de la recién visitada Casa Lis. El
regreso a Madrid,…pasado por agua.
DOR