Nada histórico encuentra en la lacónica y huera información del Ayuntamiento. Habrá de porfiar en la que ofrecen las históricas antologías catastrales y otras obras de consulta publicadas a lo largo del tiempo. Comienza el caminante en el siglo XIX, con la consulta del Diccionario geográfico-estadístico de España y Portugal, trabajo de Sebastián de Miñano, obra de varios tomos que se comenzó a editar en 1826, en la que la localidad, en clara diferencia a la denominación compuesta actual, se nombra como VAL DE SOTOS, reseñando, además, interesante información: “Villa Realenga. Reino de España, provincia y partido de Guadalajara, arzobispado de Toledo; Alcalde ordinario. 50 vecinos, 226 habitantes, 1 parroquia. Situada en medio de varias cuestas y solo tiene un boquete al este. A orillas de este pueblo pasa un arroyo que desagua en el Jarama, que dista 1/4 de legua. Produce vino, trigo, cebada, centeno, garbanzos, patatas, frutas y hortalizas. Tiene un pedazo de monte de encina que produce bastante bellota y se cría ganado cabrío y ovejas churras. Industria: un molino. Distan 7 leguas a la capital. Contribución 1383 reales y 6 maravedises (sic)”.
Encontrado un primer indicio diferenciador, sigue la búsqueda en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, obra de Pascual Madoz, editada entre 1846 y 1850, en la que también aparece como VAL DE SOTOS. La reseña informativa resulta más completa e interesante que la anterior: “Ayuntamiento en la provincia de Guadalajara, partido judicial de Tamajón, audiencia territorial de Madrid, diócesis de Toledo. Situada en un barranco, circundada de cerros y bañada por un arroyo, goza de clima templado y sano; tiene 40 casas, la consistorial con cárcel, una iglesia parroquial, Santa Catalina, servida por cura y un sacristán. Confina el término con los de El Vado, Retiendas, Bonaval, Puebla de Valles y Tortuero. Dentro él se encuentran varias fuentes de buenas aguas. El terreno, bañado por el indicado arroyo y por el río Jarama, es quebrado y áspero en su mayor parte. Tiene una dehesa poblada de roble. Los caminos locales son de herradura. El correo se recibe y despacha en Cogolludo. Produce cereales, legumbres, hortalizas, leñas de combustible y buenos pastos con los que se mantiene ganado lanar y vacuno. Abunda la caza de perdices, conejos, liebres y jabalíes y la pesca de truchas, barbos, y bogas. Un molino harinero y una fábrica de carbón de piedra. Exporta el sobrante de sus frutos e importa los artículos que le faltan. Población: 27 vecinos; 128 almas”. De la información, destacar la relevante enumeración de los linderos de levante, en los que diferencia Retiendas y Bonaval, éste último el monasterio cisterciense que, desde 1164 cuando la corona concedió los terrenos de aquel buen valle, fue creciendo con las donaciones de particulares que, de ésta forma, aspiraban a salvar su alma. Antonio Herrera, en su libro Monasterios Medievales de Guadalajara, trascribe la carta fundacional del monasterio. Y en ella, en la pormenorizada exposición de los deslindes, encuentra el caminante una nueva versión del topónimo de Valdesotos:”…desde la Yglesia de Arretiendas (Retiendas), directamente asta el molino del lugar de Tamajón situado en la sierra, y por otra parte desde la misma Yglesia en derechura hasta el camino de Guadalaxara, como corrían las aguas en el término de la villa de Uzeda, y a la otra parte desde el VALLE DE SOTOS (Valdesotos) hasta la sierra de Elvira…”
Aunque el asunto, en vez de esclarecerse, se complica con cada consulta, el caminante hace otro intento viajando hasta el siglo XIV, para sumergirse en las páginas en el Libro de la Montería. En concreto en el volumen II de la obra, en el capítulo XII, relativo a los montes de Ayllón. Y será aquí donde encontrará el topónimo más parejo al encontrado en las tapas del saneamiento. Veamos: “El Castellejo, et Sobre Peña, et el arroyo de Sanct Andrés, que es cabo Buenaval, es todo un monte, et es bueno de oso, et de puerco en ivierno. Et son las vocerías, la una desde la Cabeza de la Obra el lomo arriba de la Mata del Riscal fasta el colladiello del Mulo: et desde el colladiello del Mulo fasta la Fojeda del Tornero, et dende fasta las Navazuelas, et desde las Navazuelas por el Rostro de la Moheda fasta la Llana; et dende fasta las Fontaniellas de VAL DE SOTO, et fasta el Moliniello: et la otra desde Covarron fasta Vil de la Cueva, et dende fasta la Cabezuela del Lobo: et desde la Cabezuela del Lobo fasta el Alanchete, et dende fasta el Lavajo del Puerco. Et son las armadas, la una al Paso Bueno, et la otra al collado de Sanct Andrés. Et la otra á la Cabezuela de Pero Quesada. Et la primera vez que corriemos este monte matamos en él tres osos, et dos puercos. Et este monte es cabo del Monesterio de Buenaval”.
Y por si fuera poco, el Catastro del marqués de la Ensenada, en el tiempo en que, para establecer una única contribución, se catastraron todas las poblaciones de la corona, añade una inesperada desemejanza: “En la villa de BALDESOTOS, a cuatro días del mes de junio, año mil setecientos cincuenta y dos, el señor D. Domingo Pétriz, juez subdelegado para el establecimiento de la única contribución que S.M. (Dios le guíe) quiere establecer en todos sus reinos y señoríos…”
A la vista de las indagaciones, el resultado no ha podido ser más decepcionante. A lo que empezó siendo una incertidumbre entre el Valdesotos actual y el Valdesoto de la tapa de registro, se unen el Val de Sotos de los diccionarios de Sebastián de Miñano y de Pascual Madoz, el Valle de Sotos del acta fundacional de monasterio de Bonaval, el Val de Soto del Libro de la Montería y el Baldesotos del Catastro de Ensenada. Demasiadas variantes para el caletre del caminante.
Antes de llegar al momento en que, ya en la tarde del sexto día de abril, reparó en la dichosa tapa del pocillo, el caminante hubo de madrugar para comenzar el afán del día, pues Valdesotos se encuentra muy a trasmano de las grandes vías de comunicación. Siguiendo el consejo ¿? de la señorita del GPS, opta por llegar al lugar valiéndose de la N-1 hasta la salida 49. Tras pasar Torrelaguna y Patones de Abajo, antes de llegar al lugar de la presa del Pontón de la Oliva, una carreterilla cruza el cauce del Lozoya y se adentra en la provincia de Guadalajara. Recorrida legua y media, tendrá que estar atento para no sobrepasar el desvío que, solamente, anuncia la localidad de Valdepeñas de la Sierra. Serán quinientos metros más adelante, en un nuevo cruce, donde, ahora sí, los nombres de Tortuero y Valdesotos se hacen presentes en la cartelería. Por el asfalto del nuevo vial, en una manifiesta subida, resuella la máquina infernal hasta llegar al quilómetro cuatro, donde una vía de servicio del Canal de Isabel II se aparta por la derecha. Además de los viejos carteles que indican la dirección hacia Valdesotos y Puebla de Valles, otros nuevos informan que la circulación está prohibida a los vehículos ajenos a las instalaciones del Canal. El caminante, confuso ante la novedad, vuelve a solicitar la ayuda de la señorita del GPS, que, seguramente sin tener conocimiento de la nueva norma, persevera en que ese es el camino. Con inquietud, en un somero vistazo a un mapa de carreteras, comprueba que retroceder y buscar una nueva ruta alternativa, multiplica por seis el recorrido de los escasos siete quilómetros de la vía de servicio. La decisión está clara; lo único que puede pasar es que alguien le haga retroceder, si es que puede dar la vuelta, pues el vial, con un firme manifiestamente mejorable, es tan estrecho que duda que dos vehículos puedan cruzarse. Serpeando entre barranqueras, da servicio de mantenimiento al Canal del Jarama, conducción que toma sus aguas del embalse de El Vado que, a su vez, mediante otro canal, las recibe del Pozo de los Ramos, en la cuenca del río Sorbe. Durante el recorrido pasará sobre algunos de los inmensos tubos de los sifones que salvan los barrancos. Nadie ha salido a su encuentro. Por fin en la carretera que viene de Puebla de Valles, toma a la izquierda hasta llegar a Valdesotos donde, siguiendo la moda impuesta últimamente, una barrera impide el paso a los no residentes. En un aparcamiento terrizo, habilitado por el municipio, apea la máquina infernal.
En una acicalada
plazuela, hermoseada con varias tinajas y un muestrario de viejas colmenas de
tronco, una fuente mana con sorprendente brío. Es tanta la fuerza del caño que
parece que tiene la intención de levantar el vuelo. Un vecino, de la veintena
que forman en censo invernal, que ha comenzado a trajinar a tan temprana hora,
aclara el hecho y la bondad del agua:
- Las abundantes lluvias de estos días, y la diferencia de nivel con el acuífero, que está en la ladera del cerro, hacen que salga con tanta presión. El agua se puede beber con toda confianza.
Del muro de
poniente de la iglesia de Santa Catalina, el que sujeta la espadaña de dos
huecos y una sola campana, sale un camino enlosado de pizarra, del que, por la
izquierda, se desgaja una senda que sube por el borde del barranco. Es la traza
del GR-10, que coincide con el antiguo camino de Tortuero. Durante el ascenso,
y a la vista de los innumerables manaderos, que hacen que la senda parezca un
arroyuelo, el caminante, recordando el testimonio del valdesotero, barrunta que
los arroyos de la ruta llevaran más caudal del esperado. Antes de volcar el
cerro, a dos centenares de metros de la raya que separa los términos
municipales, echa la última mirada sobre el caserío de Valdesotos.
Ya sobre el
término de Tortuero, un vallejo de formas suaves se abre ante sus ojos. Hacia
levante, entre tierras de pan llevar, ogaño en rastrojo, desciende la corriente
del Barranco del Despeñadero, nombre que toma del salto que queda a manderecha.
El camino, en ligero ascenso, sigue hasta el collado desde donde se hace
visible la localidad de Tortuero. Entre astrosas corralizas, llega el caminante
hasta el arrabal de la localidad. Un vado cementado permite, a los vehículos,
salvar la corriente del arroyo de la Concha. Para los no motorizados, un puente
medieval, en pronunciado lomo de asno, permite la entrada en el caserío de la
localidad. El puente, con evidentes signos de tener el arco original
modificado, quizá por causa de un derrumbe, se encuentra apuntalado con un
grueso muro de mampuestos, que le añade galanura y seguridad. Es el lugar
perfecto para echar las once. Corriente arriba, a medio centenar de metros por
una herbosa senda, la piscina municipal ancla sus cimientos en el curso del
arroyo.
Continúa el
caminante por las solitarias calles, donde el silencio reinante ha sido
alterado por la estridente bocina de un frutero ambulante. Deberá seguir sobre
el asfalto de la carretera, hasta llegar a un puente que salva la corriente de
un arroyo. Pasado aquél, sobre el tronco de un viejo chopo, la marca del GR
vuelve a hacerse visible. Es el momento de abandonar el asfalto. Siempre hacia
poniente, el sendero lleva al caminante sobre un terreno pizarroso, donde solo
prospera el jaral. Tras diez minutos de marcha, pondrá su atención en no
sobrepasar una vereda que, abandonando el GR, toma en dirección al septentrión.
La aspereza del paisaje resulta opresiva. Calizas y pizarras se alternan en
tesos y cuchillares, donde algunas manchas de pinar de repoblación ponen la
nota discordante a la ya citada primacía del jaral.
En un continuo
subir y bajar, moviéndose siempre en un terreno de alturas de poco más de mil
metros, llega el caminante a un vallejo por donde corre un arroyo de claras
aguas que da vida un pinar. La vereda acompaña a la corriente por su margen izquierda,
hasta llegar a la corriente del arroyo de la Concha, el mismo que en Tortuero
llena la piscina municipal. La distancia a la otra orilla, por donde continua
la senda, le obliga a descalzarse. Al tiempo que cruza el pizarroso cauce,
cavila en que, según lo previsto, aún le quedan un par de arroyos por vadear.
Tras el fresco soto del arroyo, vuelve el caminante a la sencillez paisajística
del monte bajo; vuelve el subir y bajar y vuelven las barranqueras erosionadas
por los arroyos, hasta que una vereda, que, a través de un pinar, corre por la
curva de nivel, lo saca hasta la revuelta de la pista, de excelente piso, que
recorre gran parte del Parque Natural. Por ella, en un merecido descanso,
caminará, bajo la sombra del pinar, durante hora y media. En la cerrada curva
en que la pista inicia el descenso hacia el arroyo del Hondo, el caminante sube
hasta un otero desde se domina un primer valle, de los tres que tendrá que
atravesar.
Con la referencia
de las ruinas de unas viejas tenadas, el caminante, sorteando el espeso jaral,
desciende por la ladera. Una vez en el fondo del valle, toma el camino que sube
y baja hasta el arroyo del Hondo. La corriente, menos intensa que la anterior, le
permite vadearla sin tener que descalzarse. Es la hora de la comida, y el
herboso zopetero de la orilla izquierda parece el lugar adecuado para hacer un
descanso. Aligerada la mochila, y superado el segundo valle, campo a través
realiza un complicado descenso hasta llegar al arroyo de la Garzachuela, donde,
además de no resultar sencillo encontrar un paso entre la abundante vegetación,
la corriente le obligará, de nuevo, a echarse las botas al hombro. Por fin en
la orilla siniestra, repasa los mapas. La proximidad entre las curvas de nivel
predice que deberá enfrentarse a la parte más escabrosa de la jornada. El
Garzachuela, que ha ido recibiendo aportaciones de varios tributarios, presenta
una vigorosa corriente. El rumbo, cada vez más dificultoso, se complica
definitivamente al llegar a una zona de paredes rocosas, donde la progresión
resulta embarazosa. Al otro lado, una trocha se dibuja sobre un balcón rocoso.
El caminante entiende que al otro lado está la garantía de poder seguir junto a
la corriente, pero la violencia de los rabiones, y las resbaladizas rocas, le
van a impedir saltar al otro lado.
El crepúsculo ha
dejado el profundo barranco en penumbra y el caminante debe tomar una decisión
si no quiere quedarse sin luz. Retrocede un centenar de metros y comienza la
ascensión hacia la parte alta del barranco de la margen izquierda. Una vez arriba,
recuperado el resuello, desciende por una loma en busca de una salida viable.
Zigzagueando por la ladera, el caminante logra llegar hasta el camino señalizado
que viene de Valdesotos; camino que le permite llegar, ahora corriente arriba,
hasta el cauce del arroyo, donde la naturaleza se exhibe en dos interesantes
chorros. Uno estacional, el del arroyo del Carrizal, que, en una caída de unos
seis metros, se precipita sobre la corriente del de la Garzachuela. El otro, en
el curso de éste último, es el llamado chorro de Valdesotos, que rompe en una
profunda poza a la que solo se puede llegar a través de la corriente. El
caminante, al que se le acaba el día, descarta la idea de desnudarse de cintura
para abajo para acercarse al rompedero.
El camino hasta el pueblo puede considerarse un paseo fluvial, en el que, además de la vegetación propia de los sotos ribereños, se encuentran algunas encinas de estimable porte. A doscientos metros de la localidad, el caudal del Garzachuela se une al del arroyo Palancares –del Palancar le dicen en los mapas antiguos-, y ya cerca de las primeras casas, un puente de cemento de barandas metálicas salva la vigorizada corriente. Valdesotos sigue en el mismo silencio que en la mañana. Nadie en las calles. Según cuentan, en Puebla de Valles a los valdesoteros les llamaban cucos, pues, dicen, se escondían en sus casas cuando llegaba un forastero. Bajo la protección de una impresionante noguera, a la que, con un cipote de mampuestos, han apuntalado una de sus ramas, una mesa de piedra, en la que es posible quepa el censo vecinal, aguarda la celebración de alguna fiesta patronal. Más abajo, frente al lugar donde quedó la máquina infernal, un cartel de madera anuncia la venta de miel. Y el caminante, que no puede resistir la tentación, sacude la campanilla de la cancela y, tras una amplia charla y un breve trato, asoma en La Corte con tres botes de quilo, lo que le asegurará el consumo durante unos meses.
DOR.
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