Que nuestra
relación con la naturaleza ha evolucionado con el paso del tiempo, resulta
evidente. En la actualidad, sobre todo en los grandes núcleos urbanos, un alto
porcentaje de la población ha perdido el contacto con algunos sabores que
antaño fueron cotidianos. El sabor de bellotas, algarrobas o majuelas hace
tiempo que perdieron actualidad. Hasta mediados de los sesenta, los puestos
callejeros de Madrid ofrecían la venta a granel de muchos de estos frutos
silvestres.
La majuela, o
majoleta, el rojo fruto del espino albar, con estimables cantidades de vitamina
C, llegó a utilizarse con asiduidad en la elaboración de mermeladas. La pulpa,
de textura farinácea, tiene un ligero sabor dulzón, sobre todo si el fruto está
maduro; de su escasa calidad alimentaria da explícita y jocosa descripción el
acervo popular del pueblo segoviano de Navalmanzano: "Majoletas, por el culo te las metas”; definitoria sentencia, recogida
por Emilio Blanco Castro en su Diccionario de Etnobotánica Segoviana. La baya
contiene una única semilla que, hasta mediados del siglo pasado, en un remedo
de guerra incruenta, se lanzaba al exterior, a modo de cerbatana
carpetovetónica, mediante un canuto de caña.
El consumo de
frutos secos está datado en más de 900.000 años. 40.000 años tienen las pinturas
rupestres de la cueva de La Sarga, en Alcoy. En una de ellas, donde aparecen
unos arqueros y unos árboles con frutos en sus copas y en el suelo, los
entendidos han interpretado el uso de útiles en la recolección de bellotas por
vareo. La abundancia de encinas en el bosque mediterráneo y el contenido
calórico de su fruto, resultaron un alimento imprescindible desde el
Pleistoceno. Más tarde, cuando los romanos realizaron plantaciones extensivas
de castaños, la bellota pasó a un segundo plano en la alimentación humana, no
así en la animal.
Pero, todo muda
con el tiempo y las bellotas vuelven a nuestras vidas. En Corea del Sur se han
puesto tan de moda que, según el diario The Wall Street Journal, grupos de
activistas pro derechos de los animales, patrullan en los bosques impidiendo la
recolección masiva de bellotas, evitando, si ello es posible, dejar a los
animales sin una parte importante de sus sustento. Y es que los coreanos están
en lo cierto. Abundantes ácidos grasos insaturados, hidratos de carbono,
antioxidantes asociados a los taninos, proteínas, vitaminas y minerales, además
de la ausencia de gluten, son las gracias que adornan a la bellota. Algunos
expertos proponen que la longevidad de algunas tribus de indios americanos, se
explica por el consumo masivo de bellotas.
El caminante, cuando
han pasado quince jornadas del mes de octubre, lía el petate y se va en busca
de alguno de esos frutos de temporada. Y aprovechando el lance rendirá visita a
las cárcavas del río Perales, en una ruta en la que caminará por los términos
de Villamantilla, Aldea del Fresno y Chapinería, en un trayecto lineal que hace
necesario el concurso del transporte público. Llegar a Villamantilla no resulta
complicado, pero sí un tanto latoso pues no existe conexión directa con la
Corte. El interurbano que da servicio a la población sale de la localidad de
Móstoles, lo que obliga al caminante a realizar un mixto tren/autobús para
llegar al inicio de la ruta. Una vez en la localidad, pasadas las instalaciones
deportivas, en una urbanización de aseadas calles, el caminante se apea en la
última parada del recorrido. Hacia el poniente, una amplia avenida llega hasta
la carretera que llega desde de la vecina localidad de Villamanta. A la
izquierda, a un centenar y medio de metros, se desvía el Camino del Río.
La jornada, que
va a ser un estimulante ejercicio de vivificación de los sentidos, comienza con
el de la vista cuando, desde un altozano, el caminante distingue la
inconfundible silueta de La Almenara, considerada como el inicio occidental de
la Sierra de Guadarrama. Al del tacto le llega el turno cuando, antes de cruzar
el río, el caminante acaricia el rugoso tan de una añosa encina. Y el gusto quedará
cumplido con el amargoso dulzor de las bellotas y el inclasificable sabor de
las majoletas.
Entre ganaderías
de bravo, el camino, de forma sosegada, se dirige hacia la ribera del Perales. A
ambos lados, entre barbechos, retamas y baldíos, comienzan a aparecer viejas
encinas y adehesados horizontes. Llega el caminante al río Perales en el lugar
donde los mapas localizan los restos del molino de Villamantilla; ningún
vestigio de la conducción que, a cielo abierto, llevaba el agua desde el azud sito
varios centenares de metros río arriba. La época del año hace que, desde el
puente que salva el cauce, el panorama resulta un tanto deprimente. La escasa
corriente serpea de un lado a otro del cauce, para mantener las riberas con la
humedad suficiente para que aparezcan con un aspecto primaveral, situación que
cambiará una legua más abajo, donde el agua desparecerá definitivamente.
Sigue el
caminante, sin impedimento alguno, por la orilla diestra del río. Un río que,
como quedo dicho, se manifiesta verde y vital mientras resiste la menguada
corriente. Es un tramo donde encinas y fresnos pugnan por la supremacía en
ambas orillas. En el sitio de la junta del río con el arroyo de La Oncalada,
justo en el lugar donde una tajea salva el cauce, acaba la posibilidad de
tomar, con dirección NO, el camino hacia Chapinería. El motivo no es otro que
la inmensa valla metálica que rodea la finca Dehesa de las Hoyas, cuya traza
está tan próxima al cauce que, en primavera, con el caudal habitual, la
progresión, si la intención es llegar hasta las cárcavas, resulta harto
dificultosa; tanto que en varios puntos se hace necesario vadear la corriente.
El caminante, con
la ventaja de poder echarse al seco cauce, cuando la marañosa vegetación impide
el paso por la orilla, sigue hasta el inmenso meandro, donde se encuentran las
cárcavas, donde, de forma clara, se muestra la superposición de estratos
realizada, durante miles de años, por el río. En el lugar, el cercado de la
finca, de un plumazo administrativo, ha engullido los restos de un molino
harinero, y del camino que los chapineros utilizaban para llegar hasta él.
Harto de luchar, ora contra la valla metálica, ora contra los jodíos zarzales, determina avanzar sobre
el arenal del cauce. De esta forma, sin haberlo previsto, se ve obligado a
llegar hasta el arrabal de la localidad
de Aldea del Fresno, en el lugar donde el Perales recibe, por la siniestra, el
cauce –ahora también seco- del arroyo Grande o de Villamanta. Un acicalado
parque encierra, a los pies de la iglesia de San Pedro, los restos de una
antigua noria que los entendidos datan del siglo XII. Junto a al muro de
mampuestos, un abundoso caño fluye sin freno. El caminante, que ha caminado más
de una legua por un cauce más seco que una bacalada, a la vista de tan copioso
caño, toma sus precauciones. Al otro lado de la carretera que sube hasta el
pueblo, un paisano riega una pradera de recortado césped.
-
Buen día. ¿El agua del caño se
puede beber?
El hombre, sin
dejar el riego, al tiempo que da respuesta al caminante, le arrima un
tantarantán al consistorio.
-
Llevo cuarenta viviendo aquí; y
siempre he bebido del Caño de la Noria. Con esa agua se han criado mis hijos, y
ahora van estos listos y dicen que no es potable.
En vista de que
parece que no está la masa para buñuelos, agradece la información, cruza la
carretera, y vuelve al sitio del manadero. La realidad es que no existe ningún
cartel que avise de la no potabilidad del agua, pero, a pesar de la buena
embajada del paisano, el caminante desconfía. En un banco solitario del
solitario parque, asienta el real para dar buena cuenta de las provisiones. Todavía
lleva agua suficiente, por lo que solamente hace uso del caño para el oportuno
lavatorio de manos.
Tras el lance,
vuelve el caminante a su afán, que no es otro que el de llegar a Chapinería.
Obligado por el cierre de caminos por parte de las fincas privadas, revisa los
mapas para encontrar alguna alternativa, que no sea la del asfalto. Y la
solución se hace realidad a quinientos metros del puente que salva el río. Tras
el breve trecho, a manderecha, una vía pecuaria asciende por la ladera, eso sí,
llevando, siempre a la diestra, la valla metálica de la Dehesa de las Hoyas.
Entre las coscojas, el camino, siempre el ligero ascenso, va recorriendo el
cordel ganadero. Tras una hora de sosegado caminar, en un marcado cuadrivio, el
caminante toma una vereda que se orienta hacia el saliente, y que lo llevará
hasta el vallejo del arroyo de La Oncalada. Cruza la corriente y, abandonando
el camino, progresa por la orilla izquierda de la corriente, donde no será
difícil encontrase con algún gamo en búsqueda del agua. Con el caserío de
Chapinería a tiro de honda, en el lugar donde se encuentra la estación de
tratamiento de aguas de la localidad, el terreno, al contrario de lo visto
durante la jornada, se muestra quebrado y rocoso.
Solo queda ruar
por las calles vacías, hasta llegar a la rotonda donde tiene la parada el
autobús que hace el recorrido Cebreros-Madrid. Lo demás, por previsible y
sabido, tiene poca trascendencia.
Días más tarde, durante
el proceso necesario para hacer realidad esta crónica, cuando se hace
imprescindible la revisión de fotografías y recopilación de datos, localiza el
acta de la sesión extraordinaria del municipio, celebrada el veintitrés de
septiembre de 2016. Según dicho documento, en respuesta a una pregunta de la
oposición, el Concejal de Sanidad reconoce que del caño se ha bebido siempre;
sin embargo la última analítica encargada da unos valores de nitratos
superiores a los permitidos, o sea, no apta para el consumo humano.
DOR