Cuentan las
crónicas que Marcelino Soriano Muñoz, ostentador del cargo de lobero mayor del
reino, y al que en Peguerinos apodaban Garrones,
dio muerte, cuando corría el año 1952, al último lobo de la Sierra de
Guadarrama. Tres años antes, el diario ABC, en su edición de la mañana del día
15 de febrero de 1949, se hacía eco de una información de la agencia Mencheta,
con el siguiente literal: Ávila14. En
Villatoro se ha verificado la entrega de premios de la Junta de Extinción de
Animales Dañinos a los vecinos que más se han distinguido durante la última
temporada.
Se repartieron 185.000 pesetas y varios trofeos. El primer
premio del primer grupo ha correspondido a Marcelino Soriano Muñoz, de
Peguerinos, que dio muerte a siete lobos, y el primero del segundo grupo a
Ángel Sánchez Díaz, de Santa Cruz de Pinares, que mató 83 zorras, 15 gatos
monteses y más de un centenar de otras alimañas.
El total de los animales muertos fue de 46 lobos, 1.486
zorras y gran cantidad de otras alimañas.
Todas las
poblaciones mencionadas pertenecen a la provincia de Ávila, donde, de manera
oficial, en el año 2001 el lobo volvió a hacer acto de presencia, aunque ya en
la década de los 90 aparecen citas de algunos ataques al ganado. A partir de
esa fecha el número de lobos ha ido creciendo, y en consecuencia el número de
ataques ha aumentado considerablemente. El consejero de Fomento y Medio
Ambiente de la Junta de Castilla y León, en una comparecencia realizada el 7 de
septiembre del año 2017, vino a decir que “los
daños del lobo al ganado han bajado, con carácter global, en la comunidad
autónoma. No fue así en Ávila donde, en 2016, hubo 811 ataques, frente a los
489 del año anterior.”
En marzo de 2017,
en la explotación de vacuno Renta del
Tobar, a sólo media legua de la raya que separa los términos municipales de
Peguerinos y San Lorenzo de El Escorial, el ataque produjo la muerte de un
ternero de apenas diez días. El vuelo en círculo de los buitres indicó a los
ganaderos el lugar donde se encontraba el animal atacado.
Y es a esa zona
adonde el caminante, en la fría mañana del primer jueves de diciembre, dirige
sus pasos. Se trata de una lengua de tierra que, al oriente de la provincia de
Ávila, se encajona entre las de Segovia y Madrid.
A
Peguerinos, por un acuerdo con la
Comunidad de Madrid, llega el mismo autobús que da servicio a Robledondo y
Santa María de la Alameda, y que tiene su inicio en la estación de autobuses de
San Lorenzo de El Escorial. Un servicio con los horarios tan a trasmano que, en
días laborables, resulta imposible llegar a una hora que permita programar una
ruta de un día. Sólo los horarios de fin de semana, más racionales y ajustados,
permiten las aventuras camineras. Descartada la opción del autobús, el caminante
solicita el concurso de la máquina infernal, circunstancia que aprovecha para,
tras dejar atrás el caserío de Peguerinos, avanzar una legua entre pinares hasta
llegar a las instalaciones del camping de La Nava, lugar donde comenzará la
jornada. Pero antes, en la amanecida, ha recorrido los puertos de La Cruz Verde
y La Paradilla, desde donde se recrea con la sangrante arrebolada que se dibuja
sobre el cordal de las Machotas.
Tras pasar las
últimas casas de la localidad, deja a manderecha el desvío que baja al
camposanto y, en constante subida, sigue por la carreterilla asfaltada que,
para aquel que lo necesite, sigue hasta el Puerto del León. A un quilómetro del
paso sobre el puente que salva la corriente del arroyo Chubieco, en un cruce
señalizado con una batería de cartelones informativos, un vial, también
asfaltado, sube hasta la entrada principal del camping.
Las bajas
temperaturas mantienen la nevada de los últimos días como si hubiese caído la
noche anterior. Sobre la nieve, avanza unos metros junto a un muro de piedra,
hasta el sitio en que una abertura le permite entrar en la nava donde
autocaravanas y tiendas de campaña aguardan tiempos de temperaturas más suaves.
Entre el recinto del camping y el vallejo del Chubieco, una pista, compactada
con macadán, insiste en la subida a través del nevazo. Media legua más arriba,
entre el denso pinar, la helada lámina de agua del embalse de Cañada Mojada se asemeja
un inmenso espejo en el que se reflejan las nubes, a las que la tímida brisa
comienza a desbaratar. De la trasera del embalse, siguiendo ambas márgenes del
arroyo, dos pistas terrizas suben en dirección NE, en dirección al Collado de
la Gargantilla. Pero el hito inmediato del caminante no es llegar de forma tan
directa, sino hacerlo llegando desde la zona de Las Lagunillas. Media legua
después de abandonar el embalse, tras renunciar a todos los carriles que se
presentan a ambos lados de la pista, llega un despejado cuadrivio desde donde,
hacia el septentrión, un camino, encajonado entre zonas de repoblación de
pinos, sube por una suave ladera. Tras el paso por el barranco que dibuja una
arroyada, ahora sin agua, llega el caminante a la inmensa nava donde se
encuentran Las Lagunillas. Unas lagunas de montaña, algunas comunicadas entre
sí, que aguardan el deshielo primaveral para cargarse de agua.
Más adelante,
antes de llegar al Collado de la Gargantilla, con la quebrada imagen de Cueva
Valiente en el horizonte, en el idílico lugar de la fuente de Fernando Benito,
hace el caminante una parada donde, además de reponer agua, orienta a dos
andariegos que van en sentido opuesto al lugar adonde pretendían dirigirse. El
collado, junto con el del Hornillo, son los referentes de la mayoría de los
caminos que recorren la parte oriental de la Sierra de Malagón y el cordal de
Cuelgamuros. El entorno, además de su belleza paisajística, tiene el aliciente
añadido de contener un magnifico muestrario de restos de la Guerra Civil.
Cuentan las crónicas que, en septiembre de 1936, los collados de la Gargantilla
y del Toril, junto con las cimas de Cueva Valiente y Cerro Valiente, fueron
ocupados por las tropas nacionales, fortificando picos, pasos y espolones
rocosos. Está documentado que esta labor fue realizada por la Columna
Iruretagoyena, más tarde transformada en División Ávila. En la posición de
Cerro Valiente, que ahora recorre el caminante, aún quedan en pie parte de
aquellas fortificaciones que, por extraño que pudiera parecer, soportaron los
embates de la guerra, pero no han podido sobrellevar los del vandalismo, a
pesar de la teórica protección de la ley 16/1985, sobre el Patrimonio Histórico
Español. Merece la pena la visita a uno de los fortines circulares, cuya
construcción con piedra en seco es un admirable trabajo de cantería.
De la ladera
meridional de Cerro Valiente, próximo a la zona donde se encuentran los restos
de la guerra, un camino se descuelga entre los pinos. Siguiendo un vallejo,
ahora seco, la senda va descendiendo en busca de curso del arroyo del Prado del
Toril. Después de media legua de suave
descenso, llega el caminante hasta las aguas heladas de la presa de Bercealejo.
En sus inmediaciones, junto a un pequeño refugio, termina con las provisiones.
Tras el descanso, un carril lo lleva hasta la trasera del camping de Valle
Enmedio, cuyas instalaciones son medianeras con el de La Nava, lugar donde
dejó, siete horas atrás, la máquina infernal.
El caminante,
durante el día, como si Garrones
estuviera redivivo, no ha visto ni rastro de los lobos; pero le queda la duda
si algún lobo, avizor desde cualquier trascacho, lo ha visto a él.
DOR
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