“[…]
Ya hablaremos de capitulación después de muertos”.
Esa fue la respuesta de Francisco de Bobadilla, Maestre de Campo de los Tercios
Españoles, a la rendición exigida por Holak, almirante de la escuadra
holandesa. Irritado, el almirante ordenó la apertura de los diques para inundar
el campamento del Tercio. Cinco mil soldados salvaron la vida upándose a la
cima del Empel, una elevación de apenas un centenar de metros. Se encontraban a
merced de un enemigo, al que solo le quedaba aguardar la llegada del frio
clarear del día siguiente para acabar con su resistencia. En la anochecida, cuando
algunos soldados cavaban una trinchera, uno de ellos encontró una tabla
flamenca con la imagen de la Inmaculada. En la madrugada, un inesperado frío
helador congeló las aguas del río Mosa, lo que propició el paso sobre el hielo
de la hueste española, y el sorprendente, y fulminante, ataque de los sitiados
a los sitiadores. Cuentan las crónicas que, ante tan imprevista y concluyente
victoria, el vencido almirante holandés solo acertó a decir: “Tal parece que Dios es español al obrar tan
grande milagro” Corría el 8 de diciembre de 1.585 y, ese día, La Purísima fue
nombrada patrona de los Tercios de Flandes e Italia. En 1.854, la bula papal Ineffabilis Deus define el dogma de la
Inmaculada Concepción, y en 1892 es declarada oficialmente Patrona de la
Infantería Española.
Cuatrocientos treinta y un años después,
en el mismo día de aquel acontecimiento, con menos frío que en aquella ocasión,
el regional 1723 se abre paso entre la boira. En Cercedilla, una legión de
andariegos y ciclistas inunda el andén. Tras un par de minutos, el convoy continúa
con su recorrido en dirección a Segovia. En una evidente paradoja, avanza por
la Solana de la Molinera envuelto en la densa niebla. En el apeadero de Tablada
cumple con la última parada madrileña, antes de perderse en la tenebrosa
oscuridad del túnel que pasa bajo el Alto del León. Tras una media legua de
absoluta oscuridad, durante la cual el caminante aprovecha para preparar los
atalajes, ya en la parte segoviana, el día se abre limpio de nubes; tal parece
que el cerro de La Sevillana tenga amarrada la densa bruma a la parte madrileña
de la sierra.
En el apeadero de San Rafael, el
caminante es el único viajero que se apea del tren. Antes de llegar al caserío
de la población, dos realidades discordantes: bajo sus pies, el cantarín
discurrir de la corriente del arroyo Gudillos y, sobre su cabeza, los latigazos
sonoros de los vehículos que transitan por el viaducto de la A-6. Ya dentro del
caserío de la población, cruza la antigua N-VI y, tras pasar unas instalaciones
deportivas, da comienzo el inmenso pinar. Paralela a un muro de piedra, entre
magníficos ejemplares de pino albar, corre una senda que sigue el trazado del
GR-88. Unos centenares de metros después de la cerca de piedra, el camino llega
al lugar donde el arroyo Secal entrega sus aguas a las del arroyo Mayor, cuya
briosa corriente baja desde el Collado del Hornillo. Según los mapas, seguir el
trazado del GR supone cruzar, en al menos tres ocasiones, la excesiva
torrentera. Es cuando decide pegarse a la orilla siniestra de arroyo, en
dirección contraria a la de la corriente. Progresa sobre el trazado de un
estrecho sendero que, sin perder la referencia del agua, sube por la ladera. Tras
algo más de media legua de selvática subida, llega el caminante a los pies de
Cabeza del Buey, donde abandona la corriente del arroyo Mayor. Siguiendo el
vallejo de un tributario de aquel, comienza una fatigante subida por la Umbría
del Hornillo. El pedregoso camino remolonea ladera arriba, hasta llegar a la
cota 1700, donde las vistas de Cueva Valiente y Cabeza Líjar resultan
espléndidas. Desde allí, en un rápido descenso, llega el caminante al Collado
del Hornillo, lugar de confluencia de varios caminos, además de la pista
asfaltada que baja hasta Peguerinos. Hacia el saliente, nuevamente con la guía
de las marcas del GR-88, un camino, abierto en varios ramales, trepa por la
ladera hacia el cerro de La Salamanca. Son seiscientos metros de dura subida,
cuyo premio es llegar al cordal por donde corre el GR-10. Hacia el NE, Cabeza
Líjar y el Puerto del León; hacia el sur, en el horizonte inmediato, el Risco
del Palanco y La Carrasqueta, y más allá, por el camino que seguirá el
caminante, el cerro de San Juan y el Pico de Abantos.
A la altura del arruinado refugio de La
Naranjera, una vez pasadas las vistas sobre el embalse de La Jarosa, el
caminante quebranta la norma saltando el muro de piedra levantado por
Patrimonio Nacional. El motivo no es otro que el de asomarse al balcón rocoso
que domina el lugar donde, ordenados de saliente a poniente, se sitúan la
basílica, la cruz y el monasterio del Valle de los Caídos. De vuelta al camino,
siempre con la compañía del muro y del GR, llega el caminante al Pico de
Abantos cuando, lentamente, una ligera niebla comienza a caer sobre el paisaje.
Desde la cima, en el momento en que las últimas luces de la tarde se pierden
sobre las Machotas, olvidado ya el GR, se descuelga una senda que, en una
incontable sucesión de de zetas, baja hasta San Lorenzo de El Escorial.
Tras
una no menos trepidante bajada por las adoquinadas calles de la población,
llega a la estación de autobuses, desde donde, a las seis en punto, tiene
prevista la salida un servicio regular hacia La Corte. Dentro del autobús,
mientras avanza por el estrecho pasillo en busca de acomodo y sus ojos se van
acostumbrando a la tenue iluminación, al caminante, ante la abundancia de ojos
rasgados, casi todos con un folleto del Real Sitio, le asalta la duda de si ha
tomado la línea de ALSA, o la del trayecto Kioto-Hirosima.
DOR