Todo comenzó hace ya más de cuatro años. En el día
del padre del pasado dos mil doce, parado bajo los desnudos muñones de los
plátanos de sombra del Monasterio de Veruela, el caminante sintió el telúrico influjo
del Mons Caius romano. Pasó un buen
rato observando la nevada cima, sin darse cuenta de las lágrimas que el
inmisericorde Cierzo hacía brotar de sus entrecerrados ojos.
19/03/2012. Monasterio de Veruela |
Dos años y medio después, durante la gestación de
una subida al Ocejón, la serendipia lo llevó a conocer la leyenda de tres
discutidores hermanos a los que el padre, algo brujo y harto de pendencias,
convirtió en tres montañas: al mediano en el Ocejón, al mayor en el Moncayo y al
menor de los tres en el Alto Rey. Separados por la distancia, el propósito del
encantamiento era que pudieran verse pero no hablarse y, por lo tanto, acabar
con las disputas. La curiosa conseja, y la ascensión al Ocejón, despiertan en
el caminante un creciente interés por completar la tríada. Tuvo que pasar otro
año para que, en el día de San Martín de Tours, cuando el mes de noviembre abre
el abanico de colores otoñales, el caminante culmine la segunda parte de la
prueba. Aquel día despejado, sentado sobre los riscos del Alto Rey, consiguió
distinguir con claridad las cumbres del Ocejón (SO) y del Moncayo (NE) que,
como dice el encantamiento referido en la leyenda, sigue manteniendo muy
distantes a aquellos hermanos discutidores. Y es hoy, cuando faltan cuatro días
para que el mes de octubre cambie el horario, cuando va a realizar la visita al
mayor de los hermanos.
10/07/2014. El Ocejón |
11/11/2015. El Alto Rey |
A lomos de la máquina infernal, en Almazán, se
orienta hacia el Noreste abandonando el rumbo norte que tomó en Medinaceli. A
su antojo, una intermitente niebla muestra y oculta los paisajes, mientras la
carretera desgrana una llamativa sinfonía de pueblos esdrújulos: Gómara,
Ólvega, Ágreda. En éste último toma la carreterilla que, entre labrantíos y parameras,
se dirige a Vozmediano, el lugar donde surge el río Queiles, aquel que, por
esos misterios de la orogénesis, nace en tierras sorianas y la barrera
montañosa se encarga de conducirlo hasta el Ebro. Los recios castellanos, molestos con ese trasvase,
natural y antinatural a la vez, tiempo ha que manifestaron su enojo con una
sentencia recogida en el cartel del manadero: ¡Ah Moncayo traidor que robas a Castilla y haces rico a Aragón!. Del quilómetro catorce
de la carretera que continúa hacia Tarazona, dejando a la derecha el abandonado
sanatorio de Agramonte, nace el trazado de la carreterilla que culebrea hasta
el Santuario de Nuestra Señora del Moncayo. La temida niebla ha desaparecido
por lo que, si todo marcha de acuerdo con la previsión, cumplirá su intención
de comer en la cima, o sea, a 2314,30 metros de altitud.
Pesadamente, como si le costase avanzar entre la
fraga, la pista asfaltada va ganando altura entre robles y hayas. En el segundo
cruce de una arroyada, en el lugar al que nombran Fuente del Sacristán, el
caminante estaciona la máquina infernal. Desde allí, siguiendo una fascinante
senda entre el hayedo, comienza la aventura. Dejándose llevar por la vereda, tras
cruzar la pista asfaltada en cuatro ocasiones, llega al santuario. Antes de
comenzar la parte más dura de la ascensión, recorre unos escasos trescientos
metros hasta la ermita de San Gaudioso, en cuyo interior, bajo la imagen del
antiguo obispo de Tarazona, una escueta rogatoria puede servir para incrédulos
y creyentes: “Guíanos y protégenos por
los caminos del Moncayo, y enséñanos a contemplar las maravillas de Dios en la
creación”. Repone agua en la fuente que se encuentra junto al cartelón que
informa sobre la subida a la cima, pues ya no habrá otra posibilidad hasta el
regreso a cotas más bajas. Desaparecido el hayedo, el pinar se adueña de la
ladera. Media hora después de haber visto, por última vez, los tejados del santuario,
la vegetación de porte alto queda frenada en la cota 1880. Abandonado el
parasol silvestre, a los pies de uno de los tres circos que conforman la
ladera, en el lugar llamado Pozo de San Miguel, el caminante queda a merced del
sol que será su compañero hasta que, ya casi a mitad de la ruta, llegue hasta
el amparo del Barranco de Castilla. Antes de iniciar la impresionante subida, revisa
los mapas para observar el perfil de los tres circos glaciares que, como tres
profundas heridas, se descuelgan desde la cuerda: el de Morca, el de San Gaudioso
y el de San Miguel. Marcada sobre la pedregosa ladera que separa los dos
últimos, serpentea la senda que llega hasta el cordal.
El caminante, sabedor de que la empresa, con una
pendiente media del 27%, requiere tenacidad y, sobre todo, paciencia, echa el
último vistazo a la cumbre y comienza la ascensión. El camino, abierto en junio
de 1860, fue trazado por el ejército para realizar, con permiso de la
climatología, los estudios de observación del eclipse total de sol previsto
para el 18 de julio del citado año. La memoria de aquella expedición
hispano-francesa, se publicó a los cuatro meses en la Revista de Instrucción
Pública, Literatura y Ciencias. No resultó como en un principio se previó; el
adverso oraje obligó a Eduardo Novella, jefe de la expedición a modificar el
plan previsto: “…me volví al Moncayo,
donde dispuse que se abriera una vereda para llegar al pico más alto, y que
allí se construyera una caseta de piedra seca, con techo de madera, y con la
forma apropiada para servir de observatorio” … “…el plan tuvo que modificarse, porque el sargento Espínola me avisó
que se había hundido la caseta al acabar de cubrirla, por lo que, para evitar
desgracias, decidí que no se reconstruyera, renunciando a establecerme arriba.
Fue por tanto indispensable situar los instrumentos en la pequeña plataforma
que hay delante del Santuario”… “Tal era el plan que nos proponíamos seguir en
la observación del eclipse, pero al trazarlo ya teníamos perdidas las esperanzas
de que pudiera realizarse, porque nos hallábamos envueltos en las nieblas, que
se levantaron en el valle a consecuencia de una gran tormenta que hubo en la
mañana del 16”… “Amaneció por fin el deseado día 18, y era tan densa y húmeda
la niebla que rodeaba el Moncayo, que todos consentimos en no ver el eclipse, y
para probar fortuna se decidió dividir las comisiones, quedando en su sitio los
instrumentos no transportables, bajando al llano todo lo demás”… “…conforme
bajábamos veíamos que se disipaba la niebla, y al cabo de cuatro horas de
camino pudimos escoger las alturas de Tarazona, en las que nos situamos a las
once y media de la mañana, bajo un cielo casi despejado…”. Y en curiosa
coincidencia, ciento cincuenta y seis años después, a mitad de la ascensión, el
caminante se encuentra con…el ejército. Al mando de un teniente, una sección
mixta, cargada con impedimenta y armamento, asciende pesadamente por la ladera.
Lo angosto de la senda impide el adelantamiento, y es en una de las paradas del
grupo cuando el caminante logra dejarlos atrás.
Tras un último esfuerzo, llega al cordal. Sobre
la cota 2265, justo sobre la raya de las provincias de Soria y Zaragoza, el
horizonte próximo muestra el camino marcado sobre la redondeada cima del Cerro
de San Juan. Más allá, tras un collado, el techo del Sistema Ibérico: el
Moncayo. Se trata de una vieja cumbre, desgastada por los agentes atmosféricos,
cuya amplia cima recuerda a la de Peñalara. Sobre ella, además del vértice
geodésico oficial, se encuentra toda suerte de hitos, mojones y placas en
recuerdo de acontecimientos y de montañeros fallecidos. Varios son los vivaques
donde los visitantes se resguardan en los frecuentes días de fuerte viento. Hoy
no es el caso, pero una fría brisa obliga al caminante a comer al abrigo de la
ladera oriental.
Tras solazarse con las vistas, vuelve al collado,
donde, siguiendo la traza de una barranquera, inicia el descenso en busca del collado de Pasalobos. Sobre el agostado
páramo, una hilera de pequeños hitos marca el camino. Durante la bajada, en un
amplio radio de la ladera, el caminante encuentra algunos restos metálicos de
lo que, en apariencia, son los restos de un accidente de aviación. Y el
misterio queda resuelto con el hallazgo de una pequeña placa, que da cumplido
recuerdo de tres accidentes aéreos: mayo del 70, junio del 72 y marzo del 80.
En medio de un mar de enebros rastreros, unas sencillas flores artificiales
honoran a las víctimas.
Bajo la amenazante presencia del Moncayo, ya en
Barranco de Castilla, el caminante comienza uno de los caminos más sorprendentes
de la zona. El comienzo por un reseco pinar impide imaginar lo que luego
vendrá. Acabado el pinar, comienza el hayedo. Un hayedo intrincado, enigmático,
en el que es preciso caminar con atención para no perder la senda cubierta por
las hojas. Hayas cuyos troncos se retuercen entre musgosas rocas, y cuyo
colorido otoñal resulta un placer para los sentidos. Camina despacio,
recreándose en cada lugar de la senda, temiendo el momento en que tenga que
abandonar el barranco. Tras una hora de recorrido, llega al lugar donde un
camino terrizo de mayor entidad, se orienta hacia el saliente. Siempre bajo las
hayas, el carril recorre la ladera hasta su encuentro con la carretera que sube
al Santuario.
De nuevo la Fuente del Sacristán y,
desdichadamente, los preparativos para el regreso. Fueron seis horas de
paisajes inauditos, cuyas imágenes tardarán tiempo en borrarse de la retina del
caminante.
DOR