Diciembre, con sus días breves, obliga al
caminante a recurrir a trayectos que, por su cercanía a la Corte, quepan dentro
de las escasas horas de luz. El martes de la tercera semana de diciembre, justo
en el ecuador del mes, toma un tren de cercanías que, tras numerosas paradas,
lo deja en el apeadero de San Yago, dentro del término municipal de Galapagar. El
caminante, que es el único viajero que se apea, queda en el solitario andén
mientras el tren se aleja con dirección a El Escorial. La salida natural del
apeadero, coincidente con la que tiene marcada en el mapa, supone cruzar las
vías y sufrir medio quilómetro de asfalto y civilización, hasta llegar al
camino terrizo que corre sobre la Cañada Real Segoviana. Pero el caminante, que
quiere dedicar el día no a sufrir sino a solazarse, dese el mismo andén, da un
pequeño salto para entrar en una vasta dehesa.
No sabe si el lugar que se abre ante sus ojos es
una finca cerrada; desconoce si encontrará un infranqueable muro de piedra o
una cancela candada, pero la insolente audacia que le presta el desconocimiento
lo anima a continuar. Si no hubo complicaciones para entrar, espera, si las
encuentra, solventarlas para salir. Entre añosos fresnos y algún ganado
disperso, siempre sobre una verde pradera, se encamina hacia la cañada. Junto a
la esperada cancela, una brecha en el muro de piedra, señal inequívoca de que
no es el primero que hace el mismo recorrido, le permite la salida a la
generosa amplitud de la cañada real.
Antes comenzar el suave descenso hasta el embalse
de Valmayor, la recia Ermita del Cerrillo, antigua de San Bartolomé, hoy
dedicada a Nuestra Señora de los Desamparados, se upa sobre un suave otero.
Dejando atrás la ermita, siempre hacia el meridión, el caminante elige uno de
los varios caminos que ocupan las noventa varas de la cañada. Tras cruzar la
carretera que va hasta las nuevas urbanizaciones, que hoy se arriman al
despoblado de Navalquejigo, el caminante llega al embalse de Valmayor.
La escasez de lluvias otoñales tiene al embalse a
la mitad de su capacidad. Tan es así que, junto al moderno viaducto que, en la
actualidad, cruza la lámina de agua, comienza a asomar la antigua carretera que
salvaba la corriente de un Aulencia cantarín, en los tiempos en que, antes de
la construcción del embalse, corría sin trabas a encontrarse con el Guadarrama.
En ese punto el rumbo gira 180º, en dirección al embalse de Los Arroyos. Antes
de llegar a la pared de la presa, en lo que, si hubiera agua, sería la otra
orilla de la cola de Valmayor, el dorado follaje de un quejigo llama la
atención del caminante. El bajo nivel del agua deja a la descubierta viejos
caminos y rústicos puentes. Por uno de ellos llega el caminante, tras saltar un
muro de piedra, hasta el quejigo que, encendido de colores otoñales, destaca
entre el verde encinar.
Tras la visita, vuelve al camino inicial para
cruzar sobre la pared de la presa. Una bandada de azulones levanta el vuelo
ante la presencia del intruso. Entre la orilla del embalse y el musgoso muro
que anteriormente saltó para acercarse al quejigo, el caminante progresa por un
delicioso camino jalonado de verdes praderas, que no parecen acusar la falta de
lluvias. Así, sin perder la traza del muro y la del arroyo Ladrón, tras el paso
por una represa, hoy colmatada y sin uso aparente, la senda llega un pequeño
embalse, partido en dos, cuyas negras aguas, como si de un lustroso espejo se
tratase, reflejan el mirífico entorno. Tras recorrer las orillas, vuelve al
camino que, en otro brusco giro, ahora se dirige hacia la línea férrea que el
caminante abandonó a primera hora de la mañana.
Monumentales encinas, pajizos quejigos y verdes dehesas,
adornan el camino carretero que discurre paralelo a la vía del tren. Tras pasar aquél por un paso elevado, y superado un campo de tiro con arco, la duda por
traspasar una cancela metálica atenaza al caminante. Docenas de vacas, algunas
más negras que la brocha de un peguero, miran al caminante con sospechoso
interés. Sabedor que de encogidos se han escrito pocas cosas en la historia, el
caminante se decide por pasar al otro lado de la cancela. Ahora, sin descuidar
la atención de los movimientos de la vacada, el caminante avanza hacia poniente
bajo la majestuosa vigilancia del Pico de Abantos.
Entre bolos graníticos y viejos fresnos, el
camino serpea por varios de los descansaderos que jalonan la colada ganadera de
Navalquejigo. Tras el de Puerta Hernando, cruza, de nuevo, la línea del
ferrocarril y es entonces, aunque, por la cercanía de la civilización, parezca
un contrasentido, cuando aparece la parte más bucólica de la jornada. El
camino, que, en unos centenares de metros, había quedado constreñido entre
endebles cercas de zarzo o recios muros de piedra, se abre sobre la inmensa
dehesa que forman dos nuevos descansaderos: el del Cerro y el de las
Navazuelas. A través de la fresneda, con la sola compañía del ganado que carea
tranquilo sobre el extenso sestil, el caminante apura el último aliento de la
gratificante jornada. A manderecha, amenazada por negras nubes, queda la
redondeada y quieta silueta de Abantos. Al frente, con el caserío de El
Escorial a tiro de piedra, siempre hacia el contraluz de poniente, aparece el
inconfundible perfil de Las Machotas.
Contristado por tener que renunciar a las
bondades del lugar, entra el caminante en la civilizada colonización a través
de calles y avenidas de nuevo trazado, en las que se van orillando clónicas
construcciones cuya impostada isometría contrasta, afortunadamente, con la
variedad de formas que la naturaleza le ha ofrecido durante la jornada.
Cuando pasan once minutos de las cinco de la
tarde, arranca un tren que, sin trasbordo alguno, llega hasta Aranjuez. No será
por ganas de llegar hasta el final, pero el caminante, que considera que, con
lo de hoy, ya ha cumplido, debe apearse a mitad de camino. Allí, en la Corte, las
mismas escenas y tramoyas que dejó a primera hora de la mañana.
DOR