Tiene el Alberche un curioso discurrir; comienza
de Poniente a Saliente, hasta que, después de ser represado en los embalses de
San Juan y Picadas, como si se arrepintiese de su curso, gira noventa grados y,
tomando dirección SO, termina sus cerca de 180 kilómetros de
recorrido en el Tajo, a las puertas en Talavera de la Reina. Siete leguas
después de su nacimiento, con un caudal más que aceptable, discurre casi
equidistante, ora calmo ora brioso dependiendo de la configuración del terreno,
de las poblaciones de Navalosa y Navarrevisca, a las que en un amplio tramo
sirve de linde natural.
Son tan bravos y numerosos los cursos de agua de
los términos municipales de las dos navas, que las autoridades, y en bastantes
casos los lugareños, han tenido que construir y mantener un buen número de
puentes. Solamente en el término de la primera existen diecisiete puentes,
según recopilación documental de la Asociación de Vecinos y Amigos de Navalosa.
El día dos de los corrientes, con una niebla meona
que se movía en la misma dirección que el curso del río, dejé el coche junto al
esbelto puente medieval que salva la corriente del Alberche, y que los
navaloseños, además de reputar erróneamente como romano, llaman La Puente.
Sobre el vértice del tablero en forma de lomo de asno, con el agua discurriendo
bajo el arco principal, me pregunté por la cantidad de viajeros y ganados que
habrían visto pasar aquellas viejas piedras. Nada más pasar aquel retazo de
historia, comienza la ruta.
El camino, a media ladera, sigue el curso de la
corriente por su margen derecha. El río, debido al gran desnivel del tramo –
desciende ciento veinticinco metros en algo más de dos kilómetros -, ruge
abriéndose paso entre los blanquecinos berruecos. Ocasionalmente el agua se
remansa en oscuras pozas para, de inmediato, volver a agitarse en blancas
espumas. La senda se estrecha entre escobas y atochares humedecidos por la
persistente niebla, obligando al caminante a hacer uso de las polainas y de la
capa de agua. Con el Molino de los Brazos a tiro de piedra, la ruta entra en un
añoso robledal de musgosos troncos, donde abandona la ruidosa compañía del
Alberche, para ascender por la margen izquierda de la Garganta Fernandina. El
rumor de la corriente, oculta entre el sotobosque de ribera, guía el sentido de
la marcha hasta llegar a los arrabales de Navarrevisca. Allí el caminante,
entre chopos y alisos, se encuentra otro puente, menos estético que el medieval
donde inició la ruta, pero tan sólido como aquél, y al que los vecinos,
evitando complicaciones semánticas, llaman simplemente El Pontón. En el trance
de admirar la robusta factura de sus arcos y tajamares, el caminante advierte
la llegada de un paisano de edad avanzada con el que pega la hebra. En medio de
la manida conversación – la temperatura, la niebla,...-, como picado por una
tarántula, inicia una veloz carrera en busca de tres caballos que, quiero
entender, se han pasado a prado ajeno. Grita y blasfema en la creencia de que
los animales son de su misma religión, y que pueden entenderle. Mientras me
alejo, sigo escuchando los estentóreos votos de aquel hombre.
El camino, entonces, gira ciento ochenta grados y
vuelve a la compañía de la cantarina corriente de la Garganta Fernandina, esta
vez por su margen derecha. Acompañado de verdes prados, nogueras, corrales, y
vetustas casas de labor, el caminante avanza durante un kilómetro. En ese
punto, abandona el plácido carril para tomar altura hasta llegar al camino que
le ha de devolver a la visión del Alberche. Tras pasar por unas instalaciones
ganaderas, la soledad vuelve a ser la única compañera. Dejando a la siniestra
el vértice geodésico del Peralejo, el camino se convierte en senda. Avanza
entre pringosas jaras hasta llegar al balcón sobre el río, donde comienza el
espectáculo. Entre majuelos, escaramujos y algún cerezo silvestre, la herbosa
senda comienza un vertiginoso descenso. Sorteando riscos, se asoma a la
corriente de río desde espléndidos miradores naturales, sobre el tramo que va
desde el Molino de los Brazos hasta el de Valdehierro.
La senda termina en el lugar donde la Garganta
Fernandina entrega sus aguas al Alberche, en el sitio en que los lugareños
llaman La Junta. Es en ese lugar donde hay que decidirse por una de las dos
únicas alternativas que se presentan: dar un rodeo de cuatro kilómetros, o
vadear la garganta. El caminante acepta el reto de la desafiante trucha que se
mantiene inmóvil entre dos aguas, y comienza el ritual: botas al cuello,
pantalones por encima de las rodillas, y…al agua. En la otra orilla busca la
mejor opción para ascender hasta el camino que trajo por la mañana. El tibio
sol ha difuminado la niebla y, sobre una roca, con el tonante río a sus pies,
apura las provisiones. Es entonces cuando se da cuenta de algo que la niebla
mañanera le había ocultado. Sobre una llambria de la orilla opuesta, un
berrueco con forma de falo se eleva hacia el cielo, enhiesto y solitario. La
visión de tan singular formación granítica, recuerda al caminante el episodio
de El cipote de Archidona, glosado por
Camilo José Cela, que recogía el pintoresco suceso ocurrido en la población
malagueña.
Al llegar al lugar donde inició la jornada,
divisa los ciento diez caballos del vehículo que dejó estacionado junto a La
Puente, con la certeza de que éstos no se han pasado a prado ajeno. Aunque la
temperatura no es demasiado alta, bajo el puente, un solitario perro toma el
refrescante baño del día.
DOR