Eran las seis menos cuarto cuando
fuimos a buscar el autobús. Aquel corto trayecto fue lo único que garbeamos en
la tarde del domingo 27 de enero. Antes, habíamos resistido una desmedida mesa,
lo que me llevó a pensar si una comida merece que le concedamos tres de las
pocas horas que ya nos quedan en la alforja; después, la perspectiva de cuatro
desesperantes horas de viaje nocturno hasta Madrid. Al pasar por Linares, las
recortadas siluetas de las chimeneas de las abandonadas minas de galena, me
hicieron recordar la letra de una antigua taranta: De Cartagena a Linares / van cantando los mineros; / unos por los
olivares, / otros por los limoneros. Entonces caí en la cuenta de que en la
mochila llevaba el antídoto perfecto para la monotonía del viaje: dos añejas
antologías de flamenco; una, la Antología del Cante Flamenco, realizada en
1.960 por Hixpavox; la otra, Medio Siglo de Cante Flamenco, premio nacional del
Ministerio de Cultura en 1.987, y dirigida por el ganador del Premio Cervantes
2.012 José Manuel Caballero Bonald. Me ajusté los auriculares, gradué el sonido
y, mientras las grabaciones iban desgranando los diferentes palos, comencé a
poner en orden las vivencias del fin de semana.
Los surcos de mi besana, / están llenos de terrones, / y tu cabeza,
serrana, / está llena de ilusiones, / pero de ilusiones vanas.
Fandangos.
El viaje, que básicamente se
centraba en la aproximación al Renacimiento de Úbeda y Baeza, comenzó a las
cuatro de la tarde del viernes 25 de enero. En el brumoso horizonte manchego, el
castillo de Consuegra, upado sobre el cerro Calderico y flanqueado por una
cabal docena de molinos de viento. Tras la reglada parada en Manzanares, el
camino por la autovía, con la oscuridad en notoria progresión, continuó hasta
La Carolina. En esta población, de claras connotaciones ilustradas, tomamos
dirección hacia el saliente. La Carolina, La Isabela, La Fernandina,
Carboneros, Guarromán, Aldeaquemada, Arquillos…, nombres que son el resultado
de la colonización confiada por Carlos III a Pablo de Olavide, y que se realizó
con una mayoría de colonos centroeuropeos, además de gallegos y catalanes. En
estas poblaciones, todavía existen apellidos que constatan aquella repoblación
de la segunda mitad del XVIII.
Yo no le critico a nadie / que le domine un querer; / que a mi me está
dominando / y no me puedo valer.
Tientos.
Hacía muchos años que no
transitaba por aquella carretera. Otrora me gustaba la soledad de aquel paisaje
y, sobre todo, encontrarme con la primera obra renacentista, de carácter civil,
antes de subir a Úbeda: el puente de Ariza. Para salvar el cauce del río
Guadalimar, fue construido por iniciativa del Concejo de Úbeda, con objeto de
mejorar la comunicación de Andalucía con el Levante y La Mancha. Andrés de Vandelvira
se encargó de realizar los planos y las condiciones para la construcción. Quedó
finalmente rematada en octubre de 1.563 por el maestro cantero ubetense Antón
Sánchez. Construido en piedra arenisca, es un raro ejemplo de puente
renacentista en lomo de asno,
pues su paso no es llano sino formado por una doble rampa, con el ápice sobre
la clave del arco central. Aunque en el siglo XIX se suavizaron las rasantes,
todavía recuerdo el vértigo que me producía su paso con el coche; al llegar a
la mitad parecía que la carretera se acababa. Aunque fue declarado Monumento
Nacional en 1.993, la puesta en funcionamiento, en 1.998, del pantano de
Giribaile lo dejó sumergido bajo sus aguas, lo que nos deja en el sinsentido de
tener que pasar sed para poder admirarlo.
Por Dios te pido, / que no te alabes / que te he querido.
Mirabrás.
Pero nuestra ruta no llegó hasta
allí; en Arquillos, tras pasar el embalse del Guadalén, tomamos la dirección de
Santisteban del Puerto y Castellar de Santiago. La carretera, un poco áspera
para hacerla de noche, nos llevó hasta nuestro destino: Villanueva del
Arzobispo. Tras la asignación de habitaciones, una más que correcta y rápida
cena en uno de los salones del hotel, permitió un recorrido nocturno por la
población. Al llegar a la plaza, el numeroso grupo se dispersó. Nosotros
llegamos hasta el cerrillo donde se encuentra la iglesia de San Andrés,
armoniosamente arropada por dos sólidas torres defensivas, vestigios de la
antigua fortificación, lo que da idea del lugar de frontera en el que se
encuentra Villanueva. Quedaron algunas cosas por ver, pero el programa del día
siguiente se presentada denso y debíamos descansar.
Serrana, que te olvidara, / me mandaste a decir, / y cuando llegó el
parte a mí, / yo de ti no me acordaba.
Granaína.
El sábado amaneció gris. Las
cenicientas nubes sobre los cerros no presagiaban nada bueno. La primera visita
del día está programada a la villa de Iznatoraf, para, desde su otero,
vislumbrar Sierra Morena al NO y la Sierra de las Villas al SE. La persistente
niebla impidió nuestro propósito; la esbelta torre de La Asunción luchaba
contra los elementos por hacerse visible. Tuvimos que conformarnos con un sucinto
paseo por sus intrincadas callejuelas, y en cada esquina pedíamos que alguna
benefactora racha de viento levantara la extemporánea niebla, sobre todo para
que la siguiente visita fuese más provechosa.
A todos los ojos negros, / los van a prender mañana; / y tú, que negros
los tienes, / échate un velo en la cara.
Tangos.
Al bajar del cerro el cielo se
aclaró. Parecía que las nubes se hubiesen quedado prendidas al caserío de la
antigua Torafe. Nuestros pasos se encaminaron en busca del joven Guadalquivir que, junto a la población de Santo Tomé, recibe al río de la Vega, o Cazorla, o
Cerezuelo, que todos esos nombre recibe la corriente que se despeña desde la
Cuerda de la Laguna. Por su margen derecha la carretera remonta hasta el casco
antiguo de la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Cazorla, título concedido por las
Cortes de Cádiz. Allí, con el tiempo en clara mejoría, íbamos a disfrutar de
una muestra de arquitectura e ingeniería, obra, cómo no, atribuida a Andrés de
Vandelvira. La escasez de terreno obligó a canalizar el río; solamente así se
pudo construir la iglesia de Santa María, y dejar un amplio espacio abierto
frente al templo, que los cazorleños conocen como Plaza Vieja. Ciento
veintitrés metros de sólida bóveda, que arranca bajo la cabecera de la iglesia
y muere bajo el Callejón del Toril. Tiene la bóveda un efecto balsámico, pues
recibe a un encalabrinado río y, como por encanto, lo despide manso y sosegado. Existen estudios que afirman que el templo
no llegó a concluirse por falta de dinero. Una tormenta de verano en 1.694 cegó
la entrada de la bóveda, y la riada arrastró los retablos, las imágenes y los
ornamentos. El incendio provocado durante la ocupación francesa, más los
destrozos realizados en la guerra civil, dejaron la iglesia en el estado
actual. Una magnifica serliana en el paramento en la cabecera, y una sólida
escalera de caracol que sube a la única torre que se conserva, son claros
exponentes de la grandeza de la obra. Sobre el conjunto, como colgados del
cielo, el castillo de La Yedra y, más arriba, el de Las Cinco Esquinas. La
visita a Cazorla concluyó con una parsimoniosa cata de aceite de oliva.
A dibujar tu cara / me puse un día, / cuando llegué a tus labios / ya
no podía.
Sevillanas
Corraleras.
Desde las cristaleras del
restaurante, con dirección a poniente, se divisaban los picos nevados de la
Sierra de Mágina. Tras la comida, nuestro siguiente destino era el Nido Real de
Gavilanes, es decir, Baeza. Considerada desde antiguo como punto estratégico,
es, además, el centro geográfico del antiguo Reino de Jaén; una marca en la
escalera del ayuntamiento así lo atestigua. La Catedral de la Natividad de Nuestra Señora, con la admirable
Custodia realizada en plata sobredorada; la fuente de Santa María,
conmemorativa de la traída de aguas, con la forma de serliana que ya habíamos
visto en Cazorla; la Antigua Universidad, excelente ejemplo de manierismo, en
cuyo interior se encuentran el Paraninfo y el Aula Machado; las Escribanías
Publicas, medianeras con la Puerta de Jaén y el Arco de Villalar; la Fuente de
los Leones, con la eterna discusión sobre su origen; la iglesia de La Santa
Cruz, de estilo románico tardío, la única en pie de las tres que se
construyeron tras la Reconquista; y en la misma plaza, en armonioso contraste,
el gótico flamígero del Palacio de Jabalquinto.
Los lamentos de un cautivo / no pueden llegar a España, / porque está
la mar por medio / y se convierten en agua.
Caña.
Después de la visita guiada, ya
por libre, el encuentro con la repostería baezana: los virolos. Hicimos el
intento de localizar el horno que tiene registrado el dulce, pero el tiempo del
que disponíamos no lo permitió. Tuvimos que conformarnos con los preparados en
otro horno, y que, según explicaciones de un explícito baezano, no podían
vender como virolos, sino como dulce de Baeza. Cosas de las patentes.
Un lunes por la mañana, / los pícaros tartaneros / les robaron las
manzanas / a los pobres arrieros / que venían de Totana.
Cartagenera.
El regreso a Villanueva, sin
novedad, y a la hora prevista. Después de la cena surgió la tricotomía:
habitación, paseo,…o baile. Yo lo tuve muy claro; por un lado, no me apetecía
subir a dormitar a la habitación; por otro, he de reconocer que, cuando las
musas repartieron sus dones, Terpsícore se olvidó de mí. Me decidí por el
paseo. Además, la noche anterior, algunos interesantes lugares se habían
quedado ocultos entre las calles villanovenses. Esta vez el grupo no podía
disgregarse. Con tranquilidad, rue por el Barrio Viejo que, con viso de
morería, se apiña en torno al convento de Santa Ana. De regreso al hotel,
localicé la escondida iglesia de La Vera Cruz, cuyo Cristo, según indica la
leyenda de la puerta, es obra de Mariano Benlliure.
Esa yegua lunanca / tiene un potrito, / con una pata blanca / y un
lucerito.
Cantes
de trilla.
Al igual que los días anteriores,
el domingo amaneció enfoscado. Entramos en Úbeda por la carretera de Jódar. En
una hábil maniobra marcha atrás, el autobús nos desembarcó en la calle del
Prior Monteagudo, en la zona de los miradores, a pocos metros de la Puerta de
Granada. Aquel privilegiado balcón volvió a mostrarme, desvaído entre las
nubes, el paisaje de tan gratos recuerdos. Frente a mí, como mascarón de la
Sierra de Mágina, la inconfundible silueta del Aznaitín.
No recuerdo la primera vez que
entré en la Plaza de Vázquez de Molina, pero después de docenas de veces
todavía me sigue conmoviendo. Su diversidad formal y su asimetría hacen de ella
un espacio único. Entre los naranjos del jardincillo, junto a una coqueta
fuente renacentista, el embebecido visitante va de sorpresa en sorpresa: el
Palacio de Juan Vázquez de Molina, hoy Ayuntamiento; el Palacio del Deán
Ortega, ahora parador de turismo; la Sacra Capilla Funeraria del Salvador del
Mundo, medianera con el Hospital de los Honorables y Honrados Viejos del
Salvador; el Antiguo Pósito, actual comisaría; el Palacio de Marqués de
Mancera; la Cárcel del Obispo; y, como broche del círculo de arte, la Colegiata
de Santa María de los Reales Alcázares.
Haciendo por olvidarte / creí
que adelantaría. / Cuando pasaron tres días, / a la calle fui a buscarte, / pensando
que me moría.
Malagueña
de la Trini.
Nuestros pasos, tras los del
guía, siguieron callejeando: las Antiguas Casas Consistoriales; la iglesia de
San Pablo; la iglesia del Convento de San Miguel y el Oratorio de San Juan de
la Cruz; la Casa del Blanquillo; el abandonado Palacio de Francisco de los
Cobos;…
Antes de la visita al Palacio de
Vela de los Cobos nos dieron media hora de tregua. El relente de la mañana hacía
apetecible tomar algo caliente. El grupo se dispersó en los diferentes locales
del entorno. Algunos elegimos una cafetería de la Calle Real, junto al casi
centenario Teatro Ideal Cinema. Media rosca de tallo –churros, para los que
desconozcan las voces de la zona-, despachada al peso, y unos cafés, nos
cargaron las pilas para el resto de la mañana. En la cafetería desayunaba el
que más tarde sería el guía-anfitrión de la visita al palacio: Natalio Rivas
Sabater.
Ay, tu me estás matando, / ay, yo no puedo más, / serrano me voy
contigo / donde tu me quieras llevar.
Milonga
de Pepa Oro.
De vez en cuando, resulta
interesante hacer una incursión en un museo vivo, habitado,… humanizado. Nos
hemos acostumbrado a las frías visitas a museos, en los que hay que pasar por
arcos de seguridad, en los que cordones de pasamanería hacen la función de
pétreos muros que te alejan del disfrute, y en los que no se puede tomar una
fotografía, y menos con flash. Por todo lo contrario, resultó tan interesante
la visita al Palacio de Vela de los Cobos.
Don Natalio, al tiempo que, con la contera de su bastón, nos
mostraba con orgullo el cuadro con el árbol genealógico familiar, explicaba,
con cierto dejo amargo, la decisión de no legar el palacio a sus hijos. Con
objeto de que continúe abierto, una fundación se hará cargo del edificio y de
todos los enseres y colecciones que conserva. Pero entonces ya no será igual;
la prudente y discreta presencia de la mucama de grandes ojos, cerrando puertas
y apagando luces, será sustituida por un par de asépticos vigilantes
uniformados.
Y, por fin, la fastuosa Capilla
Funeraria del Salvador del Mundo, cuya fachada aconsejo sea vista bajo la
dorada luz del ocaso. Bajo el encargo y financiación de Francisco de los Cobos,
y el proyecto de Diego de Siloé fue, en parte, ejecutado por Andrés de
Vandelvira con la colaboración de los mejores maestros de la época: el
retablo, de Alonso de Berruguete, destruido durante la guerra civil; la
rejería, de Francisco de Villalpando; la cantería, de Esteban Jamete;… Y la
sacristía, diseño de Vandelvira, obra esencial de Renacimiento español, con su
magnífico muestrario de bóvedas baídas.
Si preguntan por quién doblan / del convento las campanas, / dile que
doblando están / por mis muertas esperanzas.
Malagueña
de Antonio Chacón.
Cruzamos la antigua Plaza del
Mercado, a la que la municipalidad ha puesto el manido nombre de 1º de Mayo,
para salir de la muralla por la Puerta del Losal. Allí Úbeda se descuelga, por
la empedrada Cuesta de la Merced, hasta el barrio de los alfareros. En la calle
Valencia y sus aledaños se llegaron a censar, entre alfarerías y tejares, más
de una docena de negocios familiares. Nosotros teníamos una cita con la Memoria de lo Cotidiano en el viejo
alfar de Paco “Tito”. Su hijo Juan Pablo, nieto de Pablo Martínez Padilla,
patriarca fundador de la dinastía de los “Tito”, realizó una cordial
demostración de sus saberes alfareros.
Más tarde, la dilatada bucólica
acabó merendándose la tarde. Sobre el mantel quedó la visita a la parte alta de
la ciudad, aquella que raramente entra en las rutas guiadas: la iglesia de la
Santísima Trinidad, uno de los pocos ejemplos del barroco ubetense; la de San
Isidoro, de fachadas góticas e interior renacentista; San Nicolás de Bari,
quizá el mejor ejemplo del gótico andaluz de la provincia; y, sobre todo, el manierista Hospital de
Santiago que, junto a la Catedral de Jaén, supone el culmen de la obra de
Vandelvira. Otra vez será.
Una novia le dio a un novio / agua por una gatera; / lo que yo no pude
ver / lo que el novio le dio a ella.
Abandolaos.
Quizá por el hartazgo del
mediodía, o quizá como recuerdo de aquellos esforzados mineros de Linares y La
Carolina, esa noche cené talega.
DOR.