Henry Kamen, con
su obra El enigma del Escorial (sic),
nos desasna sobre la génesis y construcción del Real Monasterio de San Lorenzo
de El Escorial. En ella, el historiador propone que Felipe, aún príncipe, en un
viaje que, en 1551, realizó por Alemania, asistió a la misa del Corpus en la
abadía benedictina de Ettal. Sin duda, la imagen de la abadía, erigida en la
falda de una montaña, con los Alpes al fondo, influyó en la idea que, cuatro
años más tarde, pondría en práctica durante su reinado. Tras descartar algunos
enclaves, en 1561 se decide en favor de la ladera meridional de la Sierra de
Guadarrama, junto a la aldea de El Escorial. Una aldea tan a trasmano que el
padre Sigüenza escribe que “estaba tan
escondido y olvidado, que ni aun los escribanos y alguaciles de Segovia, tenían
noticia del nombre de El Escorial”. Fray Juan de San Jerónimo, en sus
memorias, abunda sobre la condición del sitio: “…en toda ella no había ni una chimenea ni una sola ventana, de modo que la
luz, el humo, las bestias y los hombres, todos tenían una entrada y salida
común”.
Desde el
principio de la construcción, el ya rey Felipe II, tuvo la intención de dotar
al monasterio de recursos propios, crear un entorno agradable y conseguir que
fuera un lugar de reposo donde pudiera retirarse y practicar la caza. Para tal
fin, y desde muy pronto, el monarca comenzó a comprar las tierras y fincas de
los alrededores. En 1576 termina la cerca de La Herrería, finca que había
comprado en 1562 por 15.000 ducados. En el mismo año finaliza el cercado de La
Fresneda, finca que había adquirido, en 60.000 ducados, en 1563. Entre los años
1594 y 1595, invierte 80.000 ducados en la compra de terrenos, e indemnización
a sus habitantes, de las aldeas de Monesterio y El Campillo. Dos años después
se termina la cerca de éstas últimas. Resulta evidente que, con la unión de
todas estas fincas, el monarca construía los muros que cerraban las fincas que
iba comprando. Consiguió un coto cerrado en torno al monasterio, pero parcelado
por cada una de sus anexiones. Tras algunas modificaciones, realizadas durante
los reinados de Felipe III y Carlos III, fue Carlos IV quien modificó el
cercado exterior de las fincas que componían el
conjunto. La cerca, con más de 10 leguas de perímetro y ocho pies de
altura, fue dispuesta con taludes terrizos –saltaderos- que dejaba entrar y no
salir la caza. Contaba con diez puertas: Las Navas, Chicharrón, Valdemorillo,
Tercio, Navalquejigo, Las Zorreras, Las Cabezuelas, Guadarrama, Cuelgamuros y
San Juan de Malagón. La de Navalquejigo toma su nombre de la aldea medieval, de
la que había constancia desde el siglo XI, y que en la actualidad, después de
no pocos avatares, ha devenido en un lugar histórico abandonado por la
administración y, de hecho, tomada por grupos de okupas.
Al pie de la
Cañada Real Segoviana, la fundación de Navalquejigo se adjudica a pastores
segovianos. En el XIII ya hay constancia de la construcción de su iglesia. A
principios del XVI pertenecía a Galapagar, y contaba con algo más de doscientos
habitantes, casi el doble que la aldea de El Escorial. En el XVIII tuvo
ayuntamiento propio, y en el XIX pasó, otra vez a depender de Galapagar. A
finales del mismo siglo fue subordinada a El Escorial, de quien depende en la
actualidad.
Han pasado 124
días desde que el caminante lio el último petate. Más de cuatro meses sin
sentir el viento fresco de la mañana, y sin percibir el aroma dulzón del
ládano. El remedio se presenta cuando asoma el noveno día del mes de junio. Las
autoridades han tenido a bien permitir los desplazamientos por todo el
territorio de la CAM, y el caminante, y la compaña, marchan al encuentro de lo
casi olvidado. Será un sencillo recorrido lineal, que, para su realización,
cuenta con la inestimable ayuda del ferrocarril. Desde el aparcamiento
disuasorio del apeadero de Las Zorreras, lugar donde quedará apeada la máquina
infernal, un amplio camino de tierra se dibuja en dirección SO, dirigiéndose hacia
los últimos vestigios de la historia de Navalquejigo.
A unos minutos
del apeadero, en un entorno de desvencijadas caravanas, inestables chamizos y
herrumbrosa maquinaria se encuentra la terriza plaza de la Constitución. En una
de sus esquinas, bajo la amable sombra de una familia de chopos, y más seca que
una bacalada, se encuentra la sólida fuente-abrevadero en la que, hace unos
años, la CAM invirtió sesenta mil euros para su rehabilitación. De vuelta a la
plaza, en su centro geométrico, perdida entre el frondoso ramaje, no de un
quejigo como hubiera sido cabal, sino de un álamo negro, resiste el paso del
tiempo la picota del municipio. Termina la plaza en un herboso camino que, encajonado
entre huertos, lleva hasta la sencilla, pero imponente, fachada granítica de la
iglesia.
Bajo la
advocación de la Exaltación de la Santa Cruz, presenta las características peculiares
de una iglesia de frontera. Aunque la
data de la primera edificación podría situarse en el siglo XIII, durante los
siglos posteriores sufrió numerosas modificaciones. La fachada principal,
orientada a poniente, presenta una espadaña con tres huecos para las campanas.
Bajo aquella, un sólido matacán protege la prístina puerta, cerrada con un arco
escarzano. Es evidente la posterior reducción de la entrada, mediante la
grosera construcción de un acceso de menor reputación arquitectónica. Ya en el
interior, una escalera de caracol permitía el acceso al matacán y a las
campanas. Con la cubierta hundida, sólo los sillares graníticos del cuerpo de
la nave, han logrado resistir el paso del tiempo. El presbiterio, actualmente cerrado
con una cancela, presenta, a parte iguales, la huella del vandalismo y de la
desidia administrativa. Un rimero de trastos se acumula en el lugar, de tal
forma que resulta dificultoso distinguir los escalones de granito que daban
acceso al altar.
Terminada la
visita, una senda casi perdida entre la vegetación sirve para llegar hasta lo
que era el antiguo camino a Galapagar y Colmenarejo. Tras seiscientos metros de
agradable camino, en la puerta de una antigua hacienda, un camino de menor
entidad toma dirección al saliente. Entre coscojas, con la primavera en sus
últimos estertores, llegan los caminantes hasta las noventa varas de la Cañada
Real Segoviana. Cualquiera de las sendas abiertas en la cañada sirve para llegar
hasta el embalse de Valmayor, a cuya orilla se accede por una de las portillas
habilitadas para los pescadores. Arrimados al agua, los caminantes salvan la
cola que forma el arroyo Ladrón dirigiéndose hacia la pared vertical de la
presa de Los Arroyos. El paso a la otra orilla dependerá del nivel del agua del
embalse. Si Valmayor está pletórico, el único camino hábil es el que corre por
el coronamiento de la presa de Los Arroyos. No es el caso, y el paso lo
realizan por un tosco puente de piedra que salva el cauce del arroyo.
En un principio,
sin otra solución viable, el camino se encajona entre las oscuras aguas del
embalse de Los Arroyos y el antañón muro de La Fresneda, la inmensa finca que,
a mediados del XVI, comprase Felipe II. Acabadas las aguas del embalse, el muro
seguirá junto al camino hasta llegar al pequeño embalse de Las Lagunas. Allí,
el camino se pega a las vallas exteriores de la urbanización Ciudad Bosque Los
Arroyos, rimbombante nombre de una de las urbanizaciones que rodean al
despoblado de Navalquejigo y que, como nota curiosa, conserva, en las tapas
metálicas de los pocillos del alcantarillado, el esquematizado escudo del
perdido pueblo.
Llegan los
caminantes al lugar por donde discurre el ferrocarril Aranjuez/El Escorial,
cuya traza coincide con la histórica colada de Navalquejigo. Junto al zopetero
de balasto, una añosa encina sombrea el camino. Seiscientos más adelante, el
camino salva la vía del ferrocarril por un paso elevado. Al otro lado, tras
superar las instalaciones de un club de tiro con arco, dos sólidas jambas
graníticas sujetan una puerta metálica que permite el acceso a la verde dehesa
donde dormita y pace el ganado. Estamos en el interior de la Cerca Real.
Siempre con el ferrocarril a la siniestra, tras media legua de agradable
recorrido, los caminantes vuelven a salvar los raíles por un segundo elevado.
Tras superar una cerca donde se almacenan diversos materiales de construcción,
el camino entra en la parte más interesante del recorrido.
No es necesario
encorsetarse en el camino. Siempre con la inconfundible referencia del Monte
Abantos a la diestra y Las Machotas al frente, el adehesado terreno permite, si
ese es el gusto de quien lo recorre, caminar sobre las verdes praderas,
sorteando torneados berruecos e hilvanando, una tras otra, las prietas sombras
de centenarios fresnos. Seguramente estos son los lugares donde pastaban los
centenares de bueyes que, según el tratado de José Quevedo, se emplearon para
acarrear materiales en la construcción del Real Monasterio: “…al pie de ellas se veían llegar sin
interrupción carros tirados por dos, cuatro, y algunos por diez y seis y veinte
pares de bueyes, que formaban un cordón no interrumpido, desde las canteras á
la obra, y desde esta á las canteras”.
Tras superar la
última cancela metálica, el camino se estrecha entre zarzos hasta llegar a los
viales asfaltados de una urbanización que quedó en proyecto. Siempre hacia
poniente, y tras ruar por un par de solitarias calles del municipio, llegan los
caminantes a la estación de El Escorial. Con puntualidad, a las 16:00 horas se
pone en movimiento el convoy que, en seis minutos, dejará a los viajeros en el
apeadero de Las Zorreras, donde aguarda la máquina infernal.
Antes de regresar
a La Corte, queda tiempo para realizar la última visita. Al otro lado de la
vía, entre viviendas unifamiliares, una pina calle sube hasta un cerrillo.
Sufriendo la misma desidia que afecta al conjunto histórico de Navalquejigo, se
encuentran las ruinas del Palacio del Montecillo de San Ignacio, restos de una
gran edificación datada a finales del XIX, construida en mampostería, recercada
de rubescente ladrillo en huecos de entrada y ventanales. Del acceso principal
solo quedan las columnas y arcos que sustentaban el porche. Al igual que la
Cerca Histórica, se encuentra ¿protegido?
por el RD 52/2006 de 15 de junio.
Desde tan
singular miradero, ya en el casi perdido horizonte, las inconfundibles siluetas
del Montón de Trigo, Siete Picos, La Maliciosa, el Alto de las Guarramillas,
Cabezas de Hierro,…
DOR