Las primeras
noticias que, de Japón, llegaron a Europa, lo hicieron a través de Marco Polo
allá por el siglo XIII. En sus relatos, el viajero italiano describía una gran
isla (Cipango), rica en oro, y situada a 1500 millas de la costa china. En
1549, el jesuita español Francisco Javier llegó, en labor evangelizadora, a la
isla de Tanegashima. Ya algunos años antes, comerciantes portugueses
habían llegado a las islas. La presencia de portugueses y españoles acabó en
1639, cuando fueron expulsados del país todos los extranjeros. Era el sakoku, o sea <país en cadenas> o
<cierre del país>, y bajo su aplicación nadie podía salir o entrar. Su
incumplimiento suponía la pena de muerte.
Ya sea en su carácter comercial o evangelizador, la primera
consecuencia del contacto con el pueblo japonense fue la de, poco a poco, ir
asimilando algunas voces de tan enmarañada lengua. Existen documentos antiguos
donde, a finales del XVI y comienzos de XVII, comienzan a hacerse de uso común
algunas palabras japonesas. Así, en 1580, aparece la palabra katana y en el 1600 biombo y tatami. Más
tarde, cuando el sakoku dejó de estar
efectivo y las relaciones volvieron a normalizarse, nuevas palabras siguieron
incorporándose a nuestro diccionario. En la edición del DRAE de 2014, aparecen
cuarenta y seis voces incorporadas del japonés: aikido, biombo, bonsái, bonzo, bushido, caqui o kaki, catana o catán,
daimio, dan, futón, geisha, haiku o haikú, haraquiri, ikebana, jiu-jitsu,
kabuki, kamikaze, karaoke, kárate o karate, karateca, kendo, manga, maque,
mikado o micado, moxa, nipón, quimón, kimono o quimono, sake, samurái o samuray,
sen, sintoísmo sintoísta, sogún, soja, sudoku, sumo, sushi, tanka, tatami, tofu,
tsunami o sunami, yen, yudo o judo, yudoca y zen. Como puede observarse,
unas más conocidas que otras, pero todas de curso legal en nuestro vocabulario.
Y con algunas tan curiosas como maque,
que nuestro diccionario define como laca o barniz, y que da lugar al étimo maquear: adornar muebles, utensilios u
otros objetos con pinturas o dorados, usando para ello el maque. Y, desde ahí,
a la acepción, todavía no aceptada por el DRAE, de maquear o maquearse,
utilizado en la jerga cheli con el significado de endomingarse.
En lo atinente a
la naturaleza, y más concretamente a la botánica, los japonenses nos han dejado
voces y locuciones que hemos hecho nuestras. A las ya conocidas: bonsái, soja, ikebana, kaki,…, se une
ahora el modismo shinrin yoku o baño
de bosque. Las investigaciones
realizadas ya han cuantificado sus beneficios. Según los diversos estudios que
han analizado los provechos fisiológicos y psicológicos, esta actividad mejora
la creatividad y el descanso, reduce el ritmo cardíaco. Además, disminuye los
valores de cortisona u hormona del estrés, vinculada con el asma, la artritis,
la hipertensión, la depresión y el aumento de peso.
Al caminante, que
carece de conocimientos para poner en duda tanto beneficio, le vale con la
extraña sensación que le produce verse confinado entre árboles. Una tenue
sacudida, a modo de barrido eléctrico, que baja desde el colodrillo hasta la
curcusilla. Y en busca de esa sensación se encamina, cuando solo han pasado
cinco días del segundo mes de año.
Son las nueve
cuando el caminante deja atrás las últimas casas del casco antiguo de La
Adrada. Entre hotelitos de reciente construcción y huertos encerrados entre
sólidos muros, el camino forestal asfaltado va dejando atrás la civilización.
El vial, ahora en claro ascenso, cruza la Garganta de Santa María, en dirección
al septentrión, como si su último fin fuese llegar al cordal de la Sierra del
Valle. Tras un recorrido de un par de quilómetros, en un claro del pinar, un
cruce de caminos permite el estacionamiento junto a un añoso muro de piedra.
Unos metros más abajo, la saltarina agua del arroyo se remansa en una presa
que, para confusión de viajeros y visitantes, unos nombran de Los Hornillos –
tomando el nombre del arroyo -, y otros, quizá inducidos por el texto de un
cartelillo clavado en un pino, llaman de La Colmenilla.
Unos metros más
arriba del lugar de estacionamiento, por la derecha, una pista terriza se
separa del asfalto. Por ella seguirá el caminante hasta un nuevo ramal que,
también por la diestra, llega hasta el Charco de la Hoya, lugar donde rompen
las aguas de los manaderos y escorrentías de la ladera meridional del Cerro de
la Escusa. Al otro lado de la corriente, una central eléctrica trabaja sin
descanso. La fuerza motriz la produce la fuerza del agua conducida por un tubo
metálico que, desde ochocientos metros más arriba, baja por la pendiente.
Atrocha el caminante hasta volver a la pista que dejó anteriormente, y no le
resulta sencillo localizar la senda que, en un principio hacia poniente y
después hacía el norte, lo llevará hasta un refugio de montaña. Desde allí, un
camino recorre la ladera hasta las inmediaciones de una pequeña presa que
suministra agua al tubo de la central eléctrica. El caminante, ahora sin camino
definido, procura arrimarse a la margen izquierda del arroyo que carga la
presa.
No es fácil el
camino, pero es, sin duda, el recorrido más interesante de la jornada. El agua,
en su camino garganta abajo, se despeña en los cortados y truena entre las
rocas. Cuando el caminante llega, nuevamente, a la pista terriza, una senda
inicia su andadura junto a una alberquilla y una fuente de fresco caño.
Ochocientos metros más arriba, la esbelta copa del pino del Aprisquillo se
eleva por encima del pinar. Al otro lado de un arroyuelo, de cuyas claras aguas
lleva bebiendo más de trescientos años, aparece la imponente figura del
cascalbo, denominación que, por estas tierras, recibe el pino negral. Un
cartelón informativo desglosa los formidables números del ejemplar: 34 metros
de altura, 1,60 metros de diámetro en la base, un perímetro de 5,75 metros y la
superficie proyectada de su copa es de 350 metros cuadrados. Un magnífico
ejemplar que, en 2017, ganó la votación del Árbol del Año en España. Sin duda,
un merecido galardón.
Vuelve el
caminante al afán para el que llegó a estos terrenos. Ladera arriba, ahora
hacia el saliente y campo a través, corona el cerro donde comienza la Pinara de
la Virgen. Entre el laberinto de pinos, lo mejor es seguir la ruta que marcan
los hitos de piedra, hasta llegar, ladera abajo, a la pista terriza que vuelve
a la fuente y la alberquilla. Siguiendo la pista, pasa al otro lado de la
garganta. En un cruce de caminos, desdeña el que, según un cartel grabado a
fuego lleva al paraje de La Llega, para tomar el carril que toma camino
descendente. Tras unos cientos de metros de monótona pista, una senda salvadora
se descuelga por el abajadero. Y, entre berruecos y pinos, cuando el sol
comienza a perderse entre las copas de los pinos, llega el caminante hasta el
lugar donde comenzó la jornada. Desde la lejanía, cosa extraña en tan solitario
paraje, columbra una furgoneta estacionada junto a la máquina infernal. De
inmediato, un perro de chocante apariencia – sin pelo en el lomo y con
tirabuzones – sale, al encuentro del caminante, latiendo de forma atolondrada e
indecisa. Sigue el perro ladrando a cierta distancia, cuando una voz le
reconviene desde el interior de la furgoneta. El perro, que sigue alborotando
como si no tuviese dueño, olisquea al caminante.
-
No temas; no es peligroso. No me
hace caso porque está sordo.
El informante es
una persona joven que ha salido del interior de la furgoneta, y que vuelve a
reprender al animal. Hecho en silencio, y mientras el caminante carga la
impedimenta en la máquina infernal, el lance ha dado pie a la conversación.
Resulta ser un ciclista aficionado, residente en Sonseca, que ya ha recorrido
varias de las pistas de la garganta.
-
Pasaré la noche aquí. Mañana
seguiré moviéndome por la zona.
La tarde va
acabando su tiempo. Entre dos luces, dando un paseo, dueño y perro se alejan
con dirección a la orilla del embalse de Los Hornillos; o de La Colmenilla.
Según convenga.
El caminante,
reconfortado por la jornada, y con el chute de shinrin yoku recibido, toma, a lomos de la máquina infernal, el
camino de La Corte.
DOR