He aquí un
concepto moderno, muy en boga, para una cuestión tan antigua como el hilo negro.
Antaño, cuando mandaba uno solo, las pequeñas poblaciones quedaban vacías por
imperativo legal. Debían sacrificarse, sin contraprestación aparente, en
beneficio de otras más importantes. La construcción de grandes presas, en
provecho de las grandes concentraciones de población o, simplemente, en
beneficio de una agricultura que había que estimular, dejó a numerosas
poblaciones bajo sus aguas. Otras, quedaron vacías cuando, por el progreso hidráulico,
perdieron los viales que las comunicaban con las localidades donde se
encontraba el médico, la tienda o el servicio de correos. Ogaño, cuando nos
tienen dicho que, mediante el voto –arteramente sobajado por la Ley D'Hondt -,
mandamos todos, nada ha cambiado. Los pequeños núcleos de población siguen
perdiendo efectivos a caño libre. Y es que, resulta muy difícil retener a la
tripulación en un barco donde, a pesar de poner gran empeño en la singladura, tan
siquiera se sabe si llegará a puerto. Sin vías de acceso decentes, en lugares
inhóspitos y a merced de las inclemencias meteorológicas, cada vez quedan menos
valientes que se aventuren en el desprecio de la vida muelle que ofrece la
sociedad de los grandes centros de población.
Cuando esto se
escribe, faltan unos meses para que entre en vigor la ley 20/2011 del Registro
Civil. Cuando llegue el 30 de junio, todas las poblaciones de menos de 50000
habitantes perderán sus archivos municipales, o sea, la historia de pueblos y
vecinos quedará archivada en otros registros. Es el caso de Garganta de los
Montes, puesto en candelero por la TV autonómica. La localidad, situada en el
piedemonte septentrional del Mondalindo, con 350 vecinos y una media de edad de
casi 70 años, tendrán que hacer, vía telemática, las gestiones que hasta ahora
hacen en el ayuntamiento; o bien contratar los servicios de una gestoría; o
bien desplazarse hasta el lugar donde puedan gestionar cualquier documento que
les sea necesario. Sin duda una disparatada medida, que llevará a estas
poblaciones a la despoblación total.
El 19 de mayo de
1915, Alfonso XIII firmaba una Real Orden por la que, sobre el río Jarama, se
aprobaba la construcción de la presa de El Vado. Tomaba el nombre de la
población que iba a quedar sumergida bajo las aguas del embalse. Hubieron de
pasar catorce años hasta que, tras solucionar la financiación del proyecto, se
autorizó al ministro de Fomento – Rafael Benjumea y Burín – la realización del
proyecto, que contó con un presupuesto inicial fue de algo más de siete
millones de pesetas. La construcción se fue complicando de tal forma – falta de
dinero, guerra civil, etc. - que la presa no se termino hasta 1954. Si en un
principio el fin de su construcción fue la de, a través de la Real Acequia del
Jarama, aportar agua para el riego, las necesidades de la ciudad de Madrid
modificaron dicho fin. Junto con el embalse de La Aceña – Ávila, Castilla-León
-, éste de El Vado – Guadalajara, Castilla-La Mancha -, son los únicos embalses
gestionados por el Canal de Isabel II, que se encuentran fuera de la Comunidad
de Madrid. A la terminación de la obra, las aguas inundaron el lugar donde se
encontraba el caserío de El Vado, a excepción del cementerio y la iglesia
situados en un promontorio. Además, se perdió el paso natural hasta Tamajón,
incomunicando a las aldeas de Matallana y La Vereda, que formaban parte del
municipio que quedó sumergido. En los años sesenta, como era lógico, se produjo
una emigración masiva. A principios de los setenta, se produce la expropiación
forzosa, haciéndose cargo ICONA de la repoblación forestal. Solamente la
tenacidad de la sociedad civil logró que se respetaran las edificaciones que
aún quedaban en pie. Años más tarde, el gobierno de la Junta de Comunidades de
Castilla-La Mancha autorizó, a una asociación vecinal, la ocupación y
rehabilitación del caserío.
Con decisión, el
mes de diciembre avanza por su segunda quincena. El jueves 19, el caminante
decide rendir visita al lugar. Al conocimiento anterior de Matallana, quiere
añadir, en este día, el de La Vereda. A tan recóndito lugar, solo es posible
llegar con la ayuda de la máquina infernal, por lo que caballo y caballero
salen de La Corte cuando todavía es de noche.
El mejor camino
para llegar al embalse, quizá sea desde Tamajón. Pero el caminante, que no se
deja llevar por la bondad de los caminos, sino por la beldad de los paisajes,
toma una carreterilla que, desde Retiendas, en un recorrido de legua y media,
lleva hasta la primera de las presas, de las dos que conforman el embalse.
Encajonado entre
dos sólidos antepechos de toba caliza, el vial asfaltado discurre sobre el
coronamiento de la primera presa, que, además de retener el agua, sirve de
aliviadero para el sobrante del embalse. Unos cuatrocientos metros más adelante,
y tras superar un oscuro túnel excavado en la roca, se hace visible la segunda
presa, con una construcción similar a la anterior; tanto que, sobre el vial que
las recorre, resulta difícil distinguirlas. En el estribo derecho de ésta
última, bajo una pared vertical recubierta por una recia malla metálica que
evita los desprendimientos, se inicia la pista terriza que, actualmente, da
servicio a las poblaciones que quedaron aisladas tras la construcción del
embalse. Por ella, a lomos de la máquina infernal, sigue el caminante hasta
llegar a un lugar habilitado para el estacionamiento. De inmediato, a
manderecha, un camino de herradura se separa de la pista terriza. Con una
perfecta traza y una esmerada construcción, todo indica que es muy anterior a
la actual pista, y que se trata del camino que hubieron de construir cuando el
agua inundó el valle.
El camino,
durante una legua, recorre los cortados y barrancos que se asoman al embalse.
Tras el magnífico recorrido, llega el caminante al lugar donde, sin descanso, la
briosa corriente del arroyo Vallosera se enreda entre afilados cuchillares. Es
entonces cuando, en busca del arroyo, el camino se deja caer por la pina
ladera. El topónimo, casi tan antiguo como la creación, ya aparece en el Libro
de la Montería (S. XIV), en clara referencia a la caza mayor, como la Foz de Val Osera.
En la orilla, el
caminante avanza hasta la presa de decantación, construida para evitar que los
arrastres llegasen al embalse. Regresa al teórico lugar de paso, donde se
encuentran los arranques, de mampuestos pizarrosos, de los dos puentes que
cruzaban a la otra orilla. Las pasarelas, quizá de madera, y seguramente arrastradas
por la fuerza de alguna avenida, no fueron repuestas. Es evidente que resultaba
más cómodo utilizar la pista terriza que ahora recorre los barrancos. Visto el
lugar y los restos de los antiguos pasos, al caminante no le queda más solución
que descalzarse y vadear la fría corriente.
Para salir del profundo
barranco, la vereda se pega a la ladera que, enseguida, entra en un desnudo
melojar, por el que se llega hasta los ruinosos restos de unas casetas de
madera. Junto a ellos, un camino forestal recorre la loma. Hacia el saliente,
en un recorrido de algo más de media legua, las ruinas de la iglesia de Nuestra
Señora de la Blanca, único vestigio visible de El Vado, y que el caminante, por
falta de tiempo, se conforma con fotografiar desde la distancia. La visita al
lugar, queda pendiente para mejor ocasión. Hacia poniente, el camino forestal
se encuentra con la pista terriza, ya conocida, que arrancaba junto a la presa.
Y es en la junta
de los dos viales, donde la serendipia ofrece al caminante una de las sorpresas
de la jornada. Sobre un otero, una familia de añosas encinas parece vigilar el
barranco del Vallosera. Un atrevido rayo de sol, que se ha abierto paso entre las densas nubes, perfila en el
horizonte las empizarradas cubiertas de las primeras casas de La Vereda.
Colgados sobre el
balcón del hondón del Vallosera, los dos barrios de La Vereda, separados por un
vallejo, parece que hubieran parado el tiempo. El caminante, sorprendido por el
lugar, se deja llevar por sus callejuelas, algunas herbosas, otras trazadas
sobre la roca, todas de una belleza infinita y de complicada descripción. En
medio de una absoluta soledad, varias veces ruará entre corralizas, eras empedradas
y remozadas casas, que en el barrio principal se agrupan alrededor de la
Iglesia. Sin duda, uno de los más importantes ejemplos de la arquitectura negra
guadalajareña.
El reloj, que no
entiende de hermosuras ajenas, avanza en su afán inexorable; y la tarde, a
punto de comenzar su trayecto hacia el ocaso, indican al pesaroso caminante que
debe dejar tan beatífico lugar y pensar en el regreso. Atrocha entre verdes prados
y fantasmagóricas encinas, hasta que la realidad de los escabrosos barrancos,
lo devuelven a la monótona realidad de la pista terriza que desciende hasta el
curso del Vallosera. En la orilla siniestra del arroyo, en un recorvo meandro,
se encuentra un rehabilitado molino harinero que, según el cartelón
informativo, se construyo poco antes de que las aguas del embalse cubrieran
otro más antiguo que había a orillas del Jarama. Dejó de funcionar en los años
sesenta, cuando La Vereda y Matallana se quedaron sin molinero,…y sin gente. En
un trayecto de unos cien metros, siguiendo una canal a cielo abierto, se accede
al azud que suministraba el agua necesaria para la molienda. Junto al molino,
en una solitaria área de descanso, el caminante monta el real para acabar con
las provisiones del día.
La pista salva la
corriente del arroyo por encima de un sólido pontón de traviesas, e inicia la
salida del barranco pegada a la corriente de un tributario del Vallosera.
Quinientos metros más arriba, en una cerrada curva, la pista que va hasta el
embalse se separa en dirección al saliente. Comienza, ahora, una irritante
subida, que solo tiene el aliciente de volver a ver la imagen de La Vereda,
colgada sobre los cortados. Cuando, de nuevo, vuelve la vista del embalse, el
caminante toma un atajo que lo devuelve al viejo camino, que recorrió en la
mañana. Es parte del mismo trayecto ya conocido, pero el orden inverso y la luz
de la tarde lo hacen diferente.
Llega, al fin, a
la orilla; al lugar donde, a primera hora del día, dejo apeada la máquina
infernal. Ya caballero, vuelve al estribo derecho de la presa. Ahora el dilema
es si volver por el mismo sitio, o aventurarse por una carreterilla asfaltada
que el Canal de Isabel II, aunque de su propiedad, tiene puesta a disposición
de los viajeros que quieran llegar a Valdesotos, según anuncia un cartel
informativo. Duda el caminante; en el debe, lo angosto del vial, que
escasamente permite el paso de un vehículo. En el haber, la posibilidad de
llegar hasta el puente medieval que, sobre el Jarama, se encuentra junto a
Valdesotos. Decidido por la aventura, el caminante, a lomos de la máquina
infernal, recorre, a través de las barranqueras del escabroso valle del Jarama,
las dos leguas de una carreterilla que nadie mantiene y que, no andando
demasiado tiempo, quedará tomada por la vegetación. El relajo aparece al llegar
a la comarcal que une Valdesotos con Puebla de Valles y que, en comparación con
lo recorrido, al caminante le parece una autovía. A medio quilómetro en
dirección a la última, junto a las paredes de un cantil calizo, en un perfecto
estado de conservación, se encuentra el puente medieval.
Terminada la
visita, al caminante no le queda más remedio que emprender el regreso. Abandona el “profundo
valle con escasa ventilación, y clima propenso a fiebres inflamatorias y
tifoideas” (Pascual Madoz dixit),
para enfilar, junto a cientos y cientos de vehículos, hacia el pozo de La
Corte, donde nos queda el consuelo de respirar un aire limpio y vivificante, si
es posible con una acertada saturación de dióxidos de carbono y óxidos de
azufre. ¡Qué alguien, con conocimiento, dé con el busilis y nos libre de nuestro incierto destino!
Uebos nos es.
DOR