16:00 horas del
día 2 de octubre del pasado 2019. El caminante, junto a otros cinco anhelantes
orates, aguarda el reparto de cascos y luminarias para realizar, en el norte de
la provincia de Burgos, una visita a la Cueva Palomera. A través de un espeso
coscojal, Andrea, la monitora alemana, conduce al grupo hasta el solitario
lugar donde el terreno muestra una gran herida. Es la dolina que permite la
entrada a la cueva. Traspasado el inmenso umbral, todo será oscuridad y
solamente los frontales servirán de auxilio para, en unas cuatro horas,
recorrer la media legua de galerías del cuarto nivel, habilitadas para la
visita. A mitad del recorrido, en una de las incontables salas, Andrea propuso
apagar las luces y, durante unos minutos, quedar en silencio. Una extraña
sensación, a caballo entre la levitación y el equilibrio inestable, dominó al
caminante. Unos segundos después, el oscuro silencio comenzó a devenir en una
armoniosa melodía de gotas de agua descolgándose desde la bóveda caliza. Todo
terminó cuando, tras una gota que, por el sonido, parecía más grande que las
demás, la monitora encendió su frontal. Sin duda, una vivificante experiencia.
Veintiocho días
después, en una jornada en la que la hostilidad meteorológica alteró la
prevista relación tiempo/distancia, el caminante, en la ladera oriental de la
Garganta Matavacas, quedó bajo la oscura soledad de un compacta mancha de pinos
y robles. Parafraseando a Cela, el caminante fue embestido por el negro toro de
la noche.
Falta un día para
acabar con el mes de octubre. El caminante, en una aleatoria revisión, encuentra
un olvidado mapa que aparenta buenas trazas. El único inconveniente es que la
previsión meteorológica, dependiendo del portal consultado, se presenta
inconsistente, dubitativa o ambas cosas a la vez. Tras unos instantes de vacilación,
piensa que de personajes ignavos existen pocas referencias en la historia y,
con decisión, se pone en camino. La máquina infernal resopla por la
carreterilla de montaña que, desde Piedralaves, sube por la Garganta de Nuño Cojo.
Media legua después de dejar atrás las últimas casas de la población, llega el
caminante hasta el horcajo donde se asienta la presa que abastece a la localidad.
Sobre el aliviadero, en el mismo lugar donde termina el asfalto, el
estacionamiento es posible gracias a un rodal terrizo donde caben dos o tres
vehículos.
Desde la presa,
encajonada en el hondón donde confluyen las gargantas de La Serradilla, El
Retamalejo, Matavacas y La Graja, cualquier rumbo, que no sea volver a
Piedralaves, significa subir sin medida. Desde la cota 1033 del coronamiento de
la presa, habrá de subir hasta la cota 1994, cima del pico Lanchamala y
recorrer, si el cuerpo aguanta, el peñascoso cordal hasta el Puerto de
Navaluenga. El caminante, cuya primigenia idea era la de hacer el camino en
sentido levógiro, en una decisión de última hora, decide hacerlo en el sentido
de las agujas del reloj. Antes de dejar la presa, resulta imposible no fijar la
mirada en la imponente cuerda rocosa, que se upa por cima de la boscosa ladera.
Hacia abajo, la garganta de Nuño Cojo se pierde entre la neblina de la mañana.
De inmediato, desde
el estribo de poniente de la presa, comienza una desmedida costanera, que sin
cejar en la subida, tendrá como primer objetivo llegar hasta el Portacho de las
Serradillas. Para lograrlo, sobre la desdibujada senda, deberá recorrer un fascinante
bosque en el que conviven añosos pinos, robles de antojadizas formas y verdes
praderas. Tras atravesar la pista terriza que recorre la garganta, el caminante
sigue en su afán. En la cota 1450 y cuando el mediodía se hace sentir, hace una
parada de descanso y refacción que, además, servirá para decir adiós a los
últimos robles de la ladera. A partir de ahí, cuando el roquedo y el pedregal
se apoderan del paisaje, la vida vegetal
queda configurada por el piornal, recamado con algunos ejemplares de enebro.
Entra, ahora, la
vereda en un paisaje que, a la vez, sorprende y aturde. Una vereda que lleva al
caminante hasta un vallejo rocoso donde se escucha correr el agua, y donde, entre
el verde de enebros y piornos, asoma el rusiente fulgor de los serbales. Más
arriba, en el nacedero, se abre una inmensa pradera, que es la antesala del Portacho
de las Serradillas. Aquí termina el camino balizado y comienza lo imprevisible.
El cordal, por
donde corre la raya que separa los municipios del valle del Tietar de los del
Alberche, es una sucesión de cimas rocosas, alguna de más de dos mil metros. No
tanto por su altura, sino por hospedar un vértice geodésico, destaca el Pico de
Lanchamala, al que se llega después de sortear no pocos obstáculos. Superada la
cumbre, atento a los hitos, el caminante, ahora siempre hacia el naciente, se
adentra en un océano de lacerantes erizones. Al fondo, los cuetos parecen
hervir. La niebla, que va y viene a su antojo, ha humedecido los canchales, lo
que lentifica el paso del caminante. Comienza a hacer frio. Antes de atacar
último paso quebrado de la cuerda, quizá el más complicado de los recorridos,
busca trascacho en una pared rocosa, donde termina con las viandas.
Sobre los 1793
metros del puerto, una vez salvado el paso del peñascal, localiza el viejo
camino de herradura que conectaba – y aún lo sigue haciendo – las localidades
de Navaluenga y Piedralaves. El pedregoso camino, se pega a la ladera llevando
como objetivo un herboso collado que, a capricho de las nubes, va y viene ante
la vista del caminante. En el último tramo, reliquias vivas de lo que, con
seguridad, fue un vistoso pinar, se elevan, tallados por los fríos vientos,
algunos impresionantes ejemplares de pino albar. En el collado, en proceso de
rehabilitación, uno de los pozos de nieve de la localidad.
Atrochando por la
garganta, la distancia desde el collado del pozo a la presa es algo menos de
media legua. Pero el caminante, siempre esclavo de ese ánimo incontrolable de
buscar lo inédito, se deja llevar por una senda cuya clara traza se muestra en
dirección al meridión. En contra de su interés, tras una media hora de
recorrido, constata que la senda sigue por la curva de nivel, provocando un
manifiesto alejamiento del lugar en que, por la mañana, dejó la máquina
infernal. Con la última luz de la tarde en el horizonte, la solución posible es
modificar el rumbo y dirigirse hacia poniente. Y es ladera abajo, bajo las
espesas copas de pinos y robles, y con la luna en su fase nueva, cuando la
oscuridad acaba manifestándose en toda su intensidad. No es la absoluta tiniebla
de la Cueva Palomera, pero se parece mucho. Parado en el interior del bosque,
simulando la situación de veintiocho días atrás, el caminante cierra los ojos
durante un par de minutos. Es entonces cuando comienzan a escucharse lo que,
hasta entonces, había pasado inadvertido. Las bellotas de los robles, en su
caída, al golpear sobre las ramas y troncos abatidos por el paso del tiempo,
parecen ponerse de acuerdo para ofrecer el recital de marimba que da título a
este escrito. La audición termina cuando, con la ayuda de una linterna, el
caminante, entre la hojarasca, sigue su camino ladera abajo.
No le resulta
fácil andar en la oscuridad, sobre todo sobre un terreno desigual, sin camino
definido y con una pendiente en descenso de más del 50%. Solo la inevitable
consulta de la brújula, le permite mantener la correcta orientación hacia la
pista terriza indicada en el mapa, y que recorre la garganta. Serán unos
interminables centenares de metros, donde deberá extremar el cuidado para no
tropezar con el ramaje oculto entre la seroja. Al fin, como un espectro,
aparece la blanquecina traza de la pista, que deberá recorrer hacia el
septentrión durante quinientos metros. Pasado el puentecillo que salva la
corriente de la garganta, un camino de menor entidad, toma en dirección a la
presa. Allí, junto al estribo izquierdo, respondiendo a los lejanos destellos
de la linterna, aguarda la máquina infernal. De nuevo, el vial asfaltado que,
dejando atrás la cerrada oscuridad del horcajo, serpea por la garganta hasta las
primeras luces del caserío de Piedralaves.
Durante el viaje
de vuelta a La Corte, el caminante reflexiona sobre azares y venturas. En su
caso, la casualidad le ha hecho pasar por dos circunstancias comparables. Muy
próximas en el tiempo – veintiocho días -, que no en la distancia – una en Las
Merindades burgalesas y otra en las estribaciones de la Sierra de Gredos -, ha
vivido dos experiencias similares. Y cada una, con sus especiales
características, ha resultado de extraordinario interés.
DOR