Muchas son las
fuentes censadas en Gavilanes. Localizadas, en su mayoría, sobre la ladera meridional
de la Sierra del Cabezo, todas ellas tienen un nombre propio, algunos tan
definitorios y tonantes como: La Cachavena, Barranqueaguas, El Chorretón, El
Manaero,… y así hasta sumar la estimable cifra de noventa. El caminante, en el
día de hoy, cuando han pasado doce días desde que el mes de junio comenzó su
discurrir, sólo se encontrará con una de las noventa: la de Las Rozas. Y el
encuentro será al final de la jornada, cuando, con la calentura del resistero,
más apetece meter la cabeza bajo el caño. Pero antes, la jornada ha estado
cumplida de frescas aguas, pues el alarde de Gavilanes no se queda sólo en sus
fuentes. Presume de tener, en la rocosa Garganta del Chorro, dos saltos de agua
que el caminante no puede dejar sin visita.
Por el valle del
Tiétar, paralela a la raya que separa las provincias de Ávila y Toledo, corre
la carretera que une Madrid con Plasencia. Ha dejado la provincia de Madrid en
San Martín de Valdeiglesias, para recorrer, ya en la de Ávila, los términos de
Santa María del Tiétar, Sotillo de la Adrada, La Adrada y Piedralaves. A media
legua de ésta última, una carretera, salpicada de alcornoques, se separa en
dirección a Casavieja, municipio a medio camino del destino final del
caminante, que no es otro que la localidad de Mijares.
Por la carretera
que serpea hacia el puerto, el caminante, pone toda su atención para tomar el
desvío que, en acusada pendiente, baja hacia la instalación municipal de la
piscina natural. Unos metros más arriba, en la margen derecha del arroyo que,
con inveterado empeño, renueva el agua de la piscina, un rellano terrizo será
el lugar idóneo para apear la máquina infernal. Por la orilla derecha de la
piscina, una pista, en suave ascenso, recorre la ladera hasta la Garganta del
Topo. Superada la corriente, el camino toma dirección al meridión, siempre por
la curva de nivel, lo que significa un recorrido muelle con excelentes vistas
sobre el caserío de Mijares. Tras el paso por algunos vallejos, algunos secos,
cuando los tejados de Gavilanes se perfilan en la hondonada, el camino varía su
traza para, en dirección a poniente, adentrarse en el evidente valle de la
Garganta del Chorro.
Bajo la sombra de
un pinar recamado de cerezos y castaños, con la corriente perdida bajo el
espeso sotobosque del fondo de la garganta, el camino avanza en dirección al
farallón rocoso, visible desde la distancia, por el que se despeña el curso de
agua del arroyo. Llegar a la cota superior de la chorrera es cuestión de
esfuerzo y paciencia. En el entorno de una tubería que baja por la pendiente,
una senda comienza a mecerse sobre la ladera. Es el viejo camino de Gavilanes a
Serranillos, que, con una perfecta traza, empedrado en varios de sus tramos,
sube, con tozudo afán, hasta el Puerto del Lagarejo, lugar donde coinciden los
términos de Gavilanes, Pedro Bernardo, Serranillos y San Esteban del Valle.
Pero el
caminante, al que le falta día para poder llegar hasta las fuentes que forman
la corriente de la garganta, se conforma con llegar hasta la parte alta de la
chorrera, donde un grupo de franceses, equipados hasta el último detalle
(casco, traje de neopreno, mosquetones cuerdas,…) aparece de entre la vegetación,
con la intención de bajar por la pared vertical, donde existen varias vías
establecidas para tal fin. Deja a los franceses con sus preparativos, y regresa
por el mismo camino, hasta llegar, de nuevo, a la tubería que baja por la
ladera. Se trata de un ingenio instalado en 1935, mejorado con posterioridad,
por el que el agua baja desde la cota 1200 a la cota 820, que es en la que se
encuentra la pequeña central eléctrica. 380 metros de desnivel, en una
distancia de 812 metros, lo que significa un desnivel medio de más de 45%.
Cuando se inauguró, fue el pasmo de los gavilaniegos, y, dicen las crónicas,
que la empresa concesionaria, a cambio del uso de las aguas, concedió, de forma
gratuita, el alumbrado público y el disfrute de una bombilla por vivienda.
Pegado al último
tramo de la tubería, el caminante desciende por la pina ladera, hasta que el
descenso se hace imposible. Entonces, una trocha salvadora baja, entre la
maleza, hasta la pista que da servicio a la central eléctrica. En sus
inmediaciones, en un idílico lugar, las aguas del arroyo rompen sobre las
rocas. Es el sitio donde convergen las aguas de la tubería y del arroyo, y
donde está dispuesta una toma de agua que, a cielo abierto, baja hasta
Gavilanes.
Ha llegado el
momento de regresar, y el caminante no está dispuesto a acabar la jornada vencido
por la monotonía de la pista, que sigue valle abajo. A escasos metros de donde
los franceses han dejado su vehículo, una senda se interna en la vegetación en
busca de la canal que, mansamente, baja el agua hasta Gavilanes. La senda, unas
veces junto a la acequia, y otras sobre el mismo muro, progresa entre pinos
hasta que, ya en las cercanías del caserío, lo hace entre los vallados de pequeños
huertos. Entre ellos, llega el caminante al camino donde se encuentra la
mencionada fuente de Las Rozas, donde repone agua y se refresca. Es un lugar en
el que, en buena armonía, los pinos conviven con los castaños, algunos de buen
porte, como demuestra el viejo tocón de uno de ellos que, según comprueba el
caminante, mide más de metro y medio.
Entre cepas y
olivos llega el caminante hasta el entramado de viales de la población. Es la
hora de la comida y no hay un alma por la calle. Entre la carretera y el curso
de la Garganta de las Torres, un camino carretero sube, entre cerezos, en busca
del caserío de Mijares, que ya aparece sobre las copas de los castaños, hasta
llegar a un puentecillo de madera que cruza la corriente. Solo resta subir por
la pendiente que llega hasta las primeras casas. El sol aprieta en la subida, y
el caminante busca el consuelo de una fuente, cuyo caño, de forma sorprendente, mana bajo el
patio colgado de una vivienda.
Vuelve el
caminante a la piscina natural, donde solamente media docena de valientes se
atreven con las frías aguas. Como era de esperar, la máquina infernal sigue en
el sitio donde quedó por la mañana. A la sombra de la arboleda, tumbado sobre
el muro que sujeta las aguas del arroyo, un paisano sestea, escuchando música
en un aparato de radio que, en inestable equilibrio, mantiene sobre el
esternón. Ante la presencia del extraño, baja el volumen y, desde el
desconocimiento del camino por donde apareció el caminante, pregunta:
- ¿Qué, una vueltecita por La Peluca?
El caminante, que
gusta de estos encuentros, en los que se aprende más que en los libros, saca
del error al lugareño indicándole, sobre el mapa, la ruta realizada. Tras unos
minutos de animada plática, Salvador, que así se llama el hombre, da cumplida
información de su conocimiento sobre los caminos del lugar:
- Quince años me llevé en el
servicio contra incendios, y ahora saco un hato de ovejas que tengo.
Se trata, en
efecto, de un pequeño rebaño cuyas esquilas suenan al otro lado del arroyo.
-
No exagero. Aquí donde me ve,
soy el que más ´¨patatas al calderillo¨ ha guisado en el puerto, durante las
fiestas.
Tanto y tanto
hablan Salvador y el caminante que, atando cabos, resulta que tienen un
conocido común:
- Si hombre, Faustino. Ayer se fue
a Madrid,…pero vuelve el fin de semana.
El caminante, al que
las “patatas al calderillo” le han
recordado que todavía no ha comido, se despide de Salvador. A lomos de la
máquina infernal, toma la carretera que, trabajosamente, sube hasta el puerto.
Va despacio, recreándose en cada una de las innumerables curvas que jalonan el
recorrido. Durante el trayecto recuerda, de visitas anteriores, la escasez de
sombra del lugar, por lo que decide quedarse, a mitad de camino, en la zona
recreativa de El Horcajo, donde, bajo la cerrada sombra de las nogueras, da
buena cuenta de la bucólica. Avanzada la tarde, cuando el sol comienza a
ocultarse tras el cordal de La Centenera, y una fresca brisa baja desde el
Risco del Artuñero, el caminante da por terminada tan gratificante jornada. Y
deshaciendo el camino andado, vuelve a Mijares, Casavieja, San Martín,…
Dieciséis días
después de la visita, al mediodía del viernes 28, se declaró un incendio,
dizque a causa de una chispa eléctrica, que asuró una superficie de 1600
hectáreas de los términos de Gavilanes y Pedro Bernardo. Una chispa que bien
pudo saltar de la línea de corriente que nace en la central de la chorrera.
DOR