Tras diez meses
de incertidumbre, parece que un tenue resplandor vuelve a brillar sobre la
quieta superficie del fondo del pozo. Ni un solo día, de ese largo tiempo, el
caminante ha perdido la esperanza de volver a sentir, sobre su espalda, el vivificante
contacto de la mochila. Ha llegado el momento de comprobar si la “jodia” rodilla está en disposición de
comportarse.
Han pasado dos
días desde el día del patrón de la capital, y la temperatura, por esas extrañas
maquinaciones de borrascas y anticiclones, ha descendido doce grados en menos
de cuarenta y ocho horas. Con la cautela que requiere tan perseverante lesión,
todo anima a reanudar la actividad caminera. Y es esa prudencia la que lo lleva
a rebuscar un inicio moderado. En una carpeta olvidada, un olvidado mapa puede
servir como piedra de toque. Se trata de una zona de monte bajo, de modestas
alturas, a caballo del límite administrativo de las localidades de Valdemorillo
y Quijorna.
En 1937, entre
los días 5 y 25, el dios de la guerra tomó posesión de los términos municipales
de Navalagamella, Quijorna, Valdemorilllo, Villanueva de la Cañada, Villanueva
del Pardillo, Villafranca del Castillo y Brunete, localidad que da nombre a la
batalla. En la actualidad, diseminados por los términos municipales de esas
poblaciones, no resulta complicado encontrar, en buen estado de conservación,
numerosos vestigios de la contienda.
Para llegar a
Quijorna, lugar donde el caminante ha previsto el inicio de la jornada, existe
un buen servicio de autobuses. Pero, en previsión de contrariedades no
deseadas, el caminante prefiere apostar sobre seguro y, como en otras
ocasiones, solicita el concurso, siempre fiel, de la máquina infernal. A tan
temprana hora, la M-501 sólo tiene tráfico intenso de entrada a la capital. Pasado
el vallejo del Guadarrama y dejado el caserío de Brunete a manderecha, una
carretera se separa de la autovía en dirección boreal. Tras casi una legua de carretera
secundaria, aparecen las primeras casas de Quijorna. Después de recorrer un
rimero de estrechas calles, estaciona la máquina infernal a la puerta de una coqueta
edificación, a la que ha puesto el sugerente nombre de El Paraíso. Al final del muro que encierra inmueble y parcela, un
entramado de viales, cerrados al tráfico, da fe de las nefastas consecuencias
de la crisis del ladrillo, de la que numerosas poblaciones no acaban de
recuperarse. De una de sus fantasmales rotondas, se descuelga un camino, que,
de seguido, se abre en dos: el de Los Monteros y el viejo camino de
Navalagamella, que será el que tome el caminante.
Antes de entrar
en la zona de monte bajo, durante unos centenares de metros, el camino se abre
paso entre tierras de labor. Rodeado por cebadas, que en estas fechas comienzan
alimonarse, y por avenas, que aun mantienen su verde intenso, llega el
caminante al piedemonte del Cerro Veneno. Sin camino definido, entre retamas y
chaparros, sube al otero que será el
primero de un rosario de pequeñas elevaciones que, en dirección al saliente, lo
llevarán hasta enlazar con el camino que sube al cercano Alto de los Llanos. Es
en ese trayecto donde, al superar la raya que separa Quijorna de Valdemorillo,
encuentra un par de inquietantes carteles, que, además de prohibir el paso de
manera iletrada, amenazan con la presencia de reses bravas. Mentalmente repasa
el camino recorrido, y no recuerda el paso de cerca alguna. Sin éxito, otea el
horizonte próximo tratando de localizar la amenaza que anuncian los carteles.
Entre algunos
ejemplares de encina de gran porte, avanzando con precaución por mor del asunto
taurino, corona el cerro donde se encuentran las ruinas de la Casa de los
Llanos, lugar que, según las crónicas, fue centro de operaciones de la segunda
línea defensiva republicana en la batalla de Brunete, y que, anteriormente,
bien pudo ser cazadero real durante el reinado de Felipe III. Tras una fugaz
visita al vértice geodésico, sigue el caminante hacia el saliente. Y es
entonces cuando tiene que franquear una cancela sin candar. ¿Cómo se puede
salir de un lugar donde no se ha entrado?
Sin dejar de
pensar en tan enigmático misterio, sigue el caminante hasta que el camino se
cruza con la conducción de agua que viene del embalse de Picadas. Pasado un
sifón de la conducción, al que los grafiteros no han perdonado, un camino toma
dirección al meridión, en busca del arroyo de Fuente Villanos. En un par de
ocasiones, el camino cruza el seco cauce del arroyo, antes de llegar a la
ladera de poniente del Cerro del Castillejo, lugar donde se han encontrado los
restos más antiguos de la historia de Valdemorillo, y que los entendidos datan
de la Edad del Bronce. Camufladas en la
ladera, como restos inequívocos de la pasada guerra, se encuentran las bocas de
entrada de un refugio antiaéreo.
Coincide el
camino con la traza de la Cañada Real Segoviana, que acompañará al caminante
hasta el regreso a Quijorna. Pero antes de salir del término de Valdemorillo
deberá rendir visita a las referencias del título de esta crónica. En la
llamada Cuesta del Vétago, se encuentran varios hornos de cal, todavía en un
estado más que aceptable, teniendo en cuenta que las crónicas hacen referencia
a que la cal de Quijorna y Valdemorillo, de buen renombre en la época, se
utilizó en la edificación del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y más
adelante, para la construcción del Puente de Toledo en Madrid. Junto a una de
esas caleras, aparece la construcción más interesante del recorrido: un horno
en forma de botella, que el ayuntamiento de Quijorna reputa como de fabricación
de cal, cuando está demostrado que lo era de cocimiento de cerámica. Las
crónicas dan, además, el nombre del dueño de horno: José Orodea Varea.
Vuelve el
caminante al camino, y vuelve la mirada a la ladera del Cerro del Castillejo
donde, entre la vegetación, se distingue una construcción de la Guerra Civil.
La tentación puede más que el cansancio y trepa por el abajadero. Durante la
subida, se hace evidente un entramado de trincheras que rodea la parte alta del
cerro. Siguiendo una de ellas llega hasta la construcción en hormigón de un
nido de ametralladora, que se conserva en perfecto estado.
Vuelve el
caminante al muelle trazado de la cañada, donde, además de un mojón que
señalizaba el cazadero real, localiza una ¿postura? de adormideras. Con esa
duda sigue, de nuevo entre sembrados, hasta las primeras casas de Quijorna.
Sólo queda encontrar el portalón metálico de El Paraíso, donde, en la mañana, quedó la máquina infernal.
De vuelta en
busca de la autovía, en el kilómetro 3 de la carretera, la última parada para
visitar un fortín de la Guerra Civil. Se trata de una construcción en forma de
cruz, con una pequeña tronera de entrada en la parte superior. Con fábrica de
hormigón, sus cuatro lados permitían hacer fuego en todas direcciones y
controlar el movimiento de las tropas enemigas. En el interior, en el centro
geométrico, un pozo, de varios metros, da acceso a un abrigo subterráneo
formado por varias galerías, que tenía dos misiones fundamentales: resistir los
bombardeos de aviación y artillería, y servir como depósito de munición y
víveres. Aún son visibles las aberturas accesorias, excavadas en la tierra, que
permitían la salida al exterior en caso de derrumbe.
Hecha la visita,
el caminante, nuevamente por la M-501, pone rumbo hacia La Corte.
¿Y la jodía rodilla? Pues,… parece que ha
resistido el primer envite. ¡Alabado!
DOR