Siguiendo la tendencia habitual, y para
no perder la costumbre patria, no existe un acuerdo concluyente sobre el
topónimo Guadarrama. Unos consideran árabe la etimología del término, apuntando
que fue el río el que dio nombre a todo lo demás, siendo el hidrónimo
consecuencia de la voz wadi l-ramal,
o río de las arenas. Otros, rebuscando en la procedencia latina, aseveran que
primero fue la cadena montañosa, considerando el orónimo una resultante del
neologismo aquae dīrāma, o separación
de aguas, que utilizaban los romanos para nombrar los puntos de las divisorias
de aguas; en este caso la de las cuencas del Duero y del Tajo.
En lo que sí están todos de acuerdo,
quizá porque ahí están para atestiguarlo las corrientes que lo forman, es que
el río Guadarrama, nombrado como tal entre el caserío de Cercedilla y el de Los
Molinos, toma su caudal de tres vaguadas principales: al naciente, la que
forman el regajo del Puerto y el arroyo de Matasalgado, cuya suma de caudales
se remansan en el embalse de Navalmedio; a poniente, descendiendo del Puerto de
La Fuenfría, la formada por el llamado río de La Venta y sus numerosos
tributarios; y en el centro del tridente, con origen en el cóncavo de Siete
Picos, el vallejo tallado por las claras aguas del río Pradillo. A este último,
cuando faltan once días para que termine el mes de julio, se dirige el
caminante.
Un contratiempo de última hora le hace
modificar el plan del día. Perdida la opción del tren hasta Cercedilla, para enlazar
con el eléctrico que sube al puerto de Navacerrada, no queda otra opción que
solicitar el concurso de la máquina infernal, a la que deja apeada en un lugar
sombreado de la avenida de la Estación. Unos metros más abajo, antes de llegar
a los muelles del apeadero, al pie mismo de la herrumbrosa maquinaria de un
remonte abandonado, unos carteles metálicos indican el inicio de la senda
Arias. Pegada a un vallado metálico, la senda trepa por la ladera hasta llegar
a una vieja edificación que no ha resistido el paso del tiempo, ni la acción de
los vándalos. Un esfuerzo más para llegar a un cómodo carril que, a un centenar
de metros, corre paralelo a la vía del ferrocarril eléctrico que hace el
servicio Cercedilla-Cotos. El carril, que sigue el trazado de una línea
eléctrica, pierde su condición tras un cuarto de hora de camino. Es ahora una
senda tomada por la vegetación; en los solejares por la retama y el piorno
serrano, y por el helechal en las zonas umbrosas.
Al llegar a Collado Albo, la vereda, que
hasta entonces se orientaba al meridión, en un drástico cambio de rumbo, inicia
una áspera bajada que tiene su fin en el abandonado apeadero de Siete Picos. El
caminante, parado sobre las viejas traviesas, recuerda la parada que el
eléctrico, a petición de los viajeros, realizaba en éste y en otros apeaderos
del recorrido. Cuatrocientos metros vía abajo, el trazado, para salvar la
corriente del Pradillo, se acomoda sobre la ladera realizando una cerrada
curva. Es el lugar de comienzo, con un recorrido de casi un par de quilómetros,
del ascenso por el Valle de Siete Picos.
El caminante, sin perder la compañía de
la límpida corriente del Pradillo, comienza una subida en la que la naturaleza,
en tan corto recorrido, muestra uno de los rincones más interesantes de la
zona. Musgos, brezos y helechos pugnan en la batalla por tapizar las riberas. Y
todo bajo la cerrada sombra de un viejo pinar, que apenas deja ver el quebrado
cordal de las cimas de Siete Picos. El recorrido termina en la fuente de Los
Acebos, manadero del río, en el lugar donde cruza la Senda Herreros, cuya traza
seguirá el caminante hacia poniente. Tras el paso por una fuente de menguado
caño, llega a un miradero natural donde una gran roca recoge, tallado en una de
sus caras, parte de uno de los párrafos de la carta que, con motivo de la
inauguración del mirador serrano dedicado a Luis Rosales, le escribió su amigo Pedro
Laín Entralgo. Una carta admirativa y fraternal, de la que el caminante se
atreve a entresacar un par de párrafos, señalando en negrita el texto grabado
en la roca: “Tus amigos de Cercedilla han
tenido la idea feliz de dar tu nombre a un mirador de la sierra madrileña; por
tanto, a un lugar destinado a mirar lo que se ve. Todos cuantos en él se
instalen verán lo mismo: cimas rocosas que
se visten de nieve o que la añoran, laderas en que el verde grave del pino y el
verde alegre de la grama se combinan, a ras de tierra, con el áspero ocre de la
gleba castellana y, si la estación es
propicia, con el tímido morado del cantueso y el espliego. Todos verán lo
mismo. Pero, viendo lo mismo, ¿qué mirarán y qué creerán -o querrán
creer-cuando sus ojos busquen reposo en lo que están viendo?”
“Déjame,
Luis, que responda a esa pregunta adivinando -tratando de adivinar- lo que tú
mirarás y creerás cuando, sentándote bajo tu propio nombre, sientas que tu
persona vive y se actualiza en el mirador que Cercedilla te ha dedicado.”
De nuevo en el camino, siempre bajo el
pinar, sigue el suave trazado que lo llevará hasta el cruce de caminos de la
Pradera de Navarrulaque. Sólo uno de los caminos que forman el pical interesa
al caminante: la Senda de los Alevines. De nuevo hacía el septentrión, con un
primer tramo de fuerte subida y terreno descarnado, la senda va ganando altura
en dirección al primero de los Siete Picos: el Majalasna. Terminado el ríspido
rodadero, en el piedemonte del pico, una fresca fuente permite el caminante
reponerse del esfuerzo realizado. Sigue la senda, en uno de los recorridos más
divertidos de la sierra, abriéndose camino entre el Majalasna y el segundo de
los picos del vistoso cordal que, en la Edad Media, a la vista de su quebrado
cordal, era conocido como Sierra del Dragón. Llega el caminante al Collado
Ventoso, donde una nueva fuente le permite reponer agua y fuerzas para acometer
el último empeño del día. Sobre la raya que separa las provincias de Madrid y
Segovia, sin camino definido, enfila la subida que lo llevará hasta el lomo del
dragón.
Una vez en el cordal, nada hay escrito
sobre el camino a seguir. Cada cual, siguiendo su criterio, avanzará, siempre
hacía el orto, sorteando berruecos de equilibrios imposibles; enfilando, una
tras otra, las cumbres cuya cadena termina sobre los 2138 metros de la más alta
de todas ellas, y desde la que las vistas de Guarramillas y La Maliciosa
dibujan el horizonte próximo. Comienza entonces una pronunciada bajada, cuyo
final es el tinglado de instalaciones para el esquí que coronan el cerro del
Telégrafo. De uno de sus laterales, sale un pedregoso camino que, en unos
minutos, lleva al caminante hasta el viejo remonte donde, a primera hora de la
mañana, dio comienzo la jornada.
De regreso, antes de perder el contacto con
los añosos pinares, el último trago de agua serrana en la Fuente de los
Geólogos. Luego, lo previsto: desencanto…y polución.
DOR