Justo agradecimiento a aquellos que, sin
otra recompensa que el servicio a los demás, marcan con hitos las viejas y
difusas veredas que, desde antiguo, recorren nuestra geografía. Loor y gloria
para los que no se quedaron en hacer transitables las que ya existían y que, con
constancia y pasión por la naturaleza, abrieron otras. Abundantes son los casos
en los que, como era de justicia, los actuales topónimos rinden tributo a
aquellos que abrieron camino donde no lo había, o estaba prácticamente perdido.
La senda Maeso en La Pedriza, la senda Ortiz en La Barranca y la senda Herreros
en el cóncavo de Siete Picos, son algunos de los casos en los aquellos pioneros
fueron merecidamente recordados. Caso especialmente singular es el de José Luis
Santé, al que el reconocimiento le ha llegado en vida, teniendo en cuenta la
propensión hispana a realizar homenajes después del día de las alabanzas. Este
joven madrileño, artesano del queso en Miraflores de la Sierra, planificó una
ruta de subida a La Najarra que, como era previsible, es conocida como senda
Santé.
El caminante, cuando comienza a andar el
segundo jueves del mes de marzo, va a hacer uso de esta senda para subir a La
Najarra por la ladera del saliente. Apeado en la primera parada de Miraflores,
se adentra en la intrincada urbanización que rodea al Santuario de Nuestra
Señora de Begoña. Poco antes de llegar al lugar de recreo de la fuente del
Cura, una pista asfaltada se orienta hacia poniente. Al poco, un carril,
protegido de los vehículos a motor por una barrera metálica, se separa de la
pista. Con la referencia de un arroyo de aguas claras, entre el desnudo
robledal, el carril va tomando altura hasta llegar al camino que sube al Puerto
de la Morcuera.
Llegado al lugar donde el embalse que remansa
al Guadalix parece estar al alcance de la mano, el caminante abandona el
excelente camino para iniciar una persistente subida, ahora bajo un magnífico
pinar. En un claro de la pinada propiciado por un resalte rocoso, el caminante
hace balance de lo ya recorrido. Las vistas sobre el valle del Guadalix y la
inmediata cuerda de La Vaqueriza resultan un espectáculo de difícil
explicación. Recuperado el resuello, en un nuevo envión, llega hasta un collado
donde una manada de cabras parece no sorprenderse por la presencia del intruso.
Acabado el pinar, una tenue senda se agarra a la desnuda ladera, en una subida
que ya no parará hasta el vértice geodésico de la cima. Es un último
quilómetro, con un desnivel medio de más de un 20% y tramos de más de un 33%, en
el que el caminante debe aplicar esfuerzo y sacrificio. Un último quilómetro
donde la nieve se resiste a abandonar el paisaje.
Desde la cima, el horizonte infinito
muestra sus mejores galas. Abandonada aquella, con el somo de Los Bailanderos
como referencia, avanza por el cordal hasta el refugio de La Najarra, donde la
desidia administrativa, por medio de unos explícitos carteles, aconseja la no
utilización de la ruinosa construcción. Sigue el caminante sobre la línea de la
Cuerda Larga, dejando a la siniestra las lóbregas paredes del Hueco de San
Blas. Desciende hasta el collado donde, justo en el lugar donde se inicia la loma
de Los Bailanderos, una vereda comienza el descenso hacia el Puerto de la
Morcuera. El sendero, perdido entre la nieve, pone a prueba la orientación del
caminante, que toma como referencia los sólidos sillares de la construcción que
salva el arroyo de La Najarra, y que corresponden a los olvidados restos de un
proyecto republicano que intentó unir, mediante una carretera, los puertos de
La Morcuera y de Los Cotos.
Desaparecida la nieve, el camino no
presenta dificultad alguna hasta llegar al puerto de La Morcuera, en cuyas
vertientes afloran dos importantes cursos de agua: en la de poniente el
Aguilón, aquel que, tras despeñarse en las cascadas del Purgatorio, entrega su
caudal al Lozoya y en la oriental el río Guadalix, que vierte sus aguas al
Jarama después de treinta y tres quilómetros de recorrido. Ya en el puerto,
cruza el caminante el asfalto y se interna en un pinar de repoblación que
tapiza la ladera. La vereda, que progresa paralela a la alambrada que separa
los términos municipales de Rascafría y Miraflores, sale del pinar para
adentrase en un páramo, donde un bando de buitres sestea al resol de la tarde.
De inmediato, una vez descubierta la presencia del extraño, comienza el pesado
ritual que lleva a la bandada a elevarse sobre el valle del Guadalix.
Sin perder la compañía de la linde de
Miraflores y Rascafría, con la vista puesta en el cerro de los Tres Mojones,
lugar donde a aquellos se une el término de Canencia, el caminante asciende por
la paramera. Llegado al cerro, es el momento de variar el rumbo hacia el
mediodía. Desde el lugar, dos opciones se presentan ante el caminante. Una
conocida: la cuerda de la Vaqueriza; y otra por descubrir: el vallejo del
arroyo Gargantón. Como era de esperar, la atracción por lo ignoto lleva al
caminante a tomar una decisión de la que no tardará en arrepentirse. Lo que en
el inicio era una bajada por el seco cauce del arroyo, en unos metros se convierte
en un laberinto de regatos, lacerantes zarzas y canchales de afiladas aristas.
Un laberíntico recorrido, de casi dos quilómetros, que pone a prueba el tesón
del caminante, hasta llegar frente a la ladera donde se encuentra la boca de la
mina Cubero. Comparado con el tormento anterior, la traza del viejo camino de
la mina resulta un regalo para el caminante. De nuevo en la orilla siniestra
del, ahora, caudaloso Gargantón, una vereda serpea por la ladera hasta el
arrabal de Miraflores.
Cuando, tras la sombría silueta de la
Najarra, la tarde va perdiendo las últimas luces, llega el autobús que, en recorrido
inverso al de la mañana, lo devolverá al desasosegante ajetreo de La Corte.
DOR