El de La Tejera Negra, el más
septentrional de los tres, ocupa las cabeceras del río Lillas y del arroyo de
la Zarza, los cuales, desde los negros riscos pizarrosos de La Buitrera y de la
Cuerda de las Berceras, fluyen hacia el saliente. Uno de los tributarios del
arroyo de la Zarza, el de la Tejera Negra, pone nombre al hayedo. Cuenta con
dos partes bien diferenciadas: la del fondo los valles, donde el carboneo y la
roturación terminaron con la vegetación autóctona, y la parte alta de los
barrancos, donde medran, entre robledos y pinares, los bosques de hayas. La
primera, hasta la que se puede llegar en vehículo, es la más visitada y, por
tanto, la de menor interés para gentes de ánimo inquieto. La segunda, más
quebrada y fragosa, y por tanto más atrayente, presenta una mancha de hayas de
unas 400 hectáreas, pobladas, en su mayor parte, por ejemplares jóvenes, ya que
desde 1860 el hayedo sufrió un par de talas severas. Hay que subir a los
lugares más abruptos de las barranqueras, para encontrar algunos ejemplares con
más de dos siglos de vida.
El caminante, que, hace ahora cinco años,
ya intentó una visita a esas partes menos conocidas del hayedo, vuelve a
intentarlo de nuevo. Si en aquella ocasión la cellisca y la niebla impidieron
su propósito, ahora, con el cansino anticiclón de las Azores instalado sobre la
península, el luminoso día permitirá la empresa. Su consecución dependerá de
que el ánimo no desfallezca en la dura subida hasta el Collado de las Cabras, siempre
junto al curso del río Lillas. Será la única forma de encontrar esos ejemplares
relictos del viejo hayal. Para evitar la manida entrada al hayedo desde
Cantalojas, prepara la ruta desde la parte segoviana. Tras evaluar las diversas
opciones que se presentan, elige iniciar el recorrido en Becerril, municipio
independiente hasta 1979, fecha en que, como pedanía, se incorporó al de Riaza.
El lugar, más antiguo que las hayas que el caminante intentará visitar, ya
aparece en el Libro de la Montería “La
Dehesa del Bezerril es buen monte de puerco en ivierno. Et son las vocerías, la
una encima de la Texeda; et la otra al collado de las Cabras, et la otra al
collado de Bezerril. Et es el armada al Cubiello”. Y nada será tan
gratificante como recorrer todos y cada uno de esos viejos nombres que aparecen
en el capítulo XII, del libro que escribió, o mandó escribir, Alfonso XI allá
por la primera mitad del siglo XIV.
No han dado las nueve cuando el caminante
entra en Becerril por la carreterilla que pasa a la vera de la ruinosa ermita
de los Santos Mártires. Una carreterilla que no tiene continuidad; el que
quiera salir del lugar debe tomar el camino de entrada. Unos metros más
adelante, junto al conjunto que forman la iglesia de Nuestra Señora de la
Asunción y el camposanto, pone pihuela a la máquina infernal. Es un lugar
quieto, donde sólo se escucha el zureo de las palomas que, sobre la espadaña,
toman los primeros rayos de sol de la mañana. Una excesiva plaza, teniendo en
cuenta que el último censo era de nueve vecinos. Sólo un bullicioso épagneul
bretón, de capa canela, sale a acompañar al caminante mientras prepara los
arreos.
En dirección al mediodía, un camino
terrizo comienza una llevadera subida por la ladera. Rebasado el depósito de
aguas de la pedanía, y un salegar de llamativas piedras rojas, el camino va
perdiendo su clara traza para convertirse en una oscura vereda que sigue
subiendo sobre los esquistos. En la cota 1400, tras haber pasado un par de
casetas en las que se escucha el agua que baja hasta el depósito, el camino se
bifurca en dos: el que sigue lo que el caminante entiende como la soterrada
conducción de agua, y que, desde allí, inicia el descenso hasta un barranco, y
el que insiste subiendo por la ladera camino del Collado de Valdebecerril, por
el antiguo camino que comunicaba Becerril con Cantalojas. Por este último, ya
con una temperatura inusual para el mes de noviembre, el caminante porfía en
los últimos repechos, antes de llegar al collado que desde la distancia
aparenta una gigantesca silla de montar, cuyos estribos estarían uno en la
provincia de Segovia y el otro en la de Guadalajara.
Una vez en el cordal, por el que corre la
raya que separa las dos provincias, con el pico de Valdebecerril al saliente,
el caminante abandona el viejo camino de Cantalojas, para tomar el seco cauce
de un arroyo que baja en dirección austral. El barranco, en un principio
diáfano y andadero, comienza a cerrarse de vegetación tras el paso de una zona
rocosa. Es tanta la dificultad que, a su pesar, va sopesando la posibilidad de
regresar al collado. Su insistencia queda recompensada cuando, en una zona
húmeda, reconoce la tímida huella de un bípedo implume, lo que significa que
sus botas no son las primeras que recorren el vallejo. Al pronto, como por
encanto, una vereda se perfila entre la margen izquierda del arroyo y el pinar.
Una vereda que, en un santiamén, lo saca, zafo, hasta una pista terriza que se
abre paso a través de un colorido robledal. En el lugar donde la pista gira
hacia el NO, cuando han dado las once, hace una parada para retomar fuerzas.
Abandona la traza de la pista para dejarse caer por la senda que baja por la
ladera de Cabeza Gorda. Enseguida, a unos escasos trescientos metros, en una
amplia ladería, desde donde se divisa el aparcamiento de los vehículos que
entran desde Cantalojas, un camino se dirige hacia poniente en busca del valle
del Lillas.
La escasez de lluvias de los últimos meses
tiene al Lillas bajo mínimos. La escasa corriente, perdida entre las pizarras
del lecho, permite al caminante cruzar un cauce que más parece un camino
empedrado. Instalado en la margen derecha, ahora con un tímido caudal cuya
humedad enverdece ambas orillas, sin dificultad camina hasta el encuentro con
el arroyo de las Carretas, por cuya orilla sube una didáctica senda balizada
que recorre la parte baja del hayedo. Pasada la junta, el camino junto al río
se vuelve difuso y solo el discurrir del agua guiará al caminante. Un camino
que, con el caudal habitual, sería engorroso de seguir ya que son innumerables
las veces que es necesario cruzar la corriente. Y es en ese enésimo vadeo
cuando las náyades muestran al caminante el espectáculo inenarrable del viejo
hayedo.
Protegidos por las profundas
barranqueras, algunos de los ejemplares que se salvaron de las talas se
enseñorean del lugar. Desperdigadas entre los renuevos, emergiendo de un suelo cubierto
de hojas, componen un paisaje difícil de olvidar. Parado en el bosque, el
caminante procura no perder ni un detalle del lugar. Ante la imposibilidad de
detener el tiempo, teniendo por segura la corta realidad de los días otoñales,
supera la acinesia producida por el entorno y vuelve a retomar el camino que,
siempre en ascenso, porfía junto a una corriente que va perdiendo caudal por
momentos. Es entonces cuando aparece la desdibujada traza de un viejo camino de
carboneros, que termina poco antes de la salida de hayal, y que le permite
tomar un descanso en el trajín de esquivar el ramaje rastrero de las hayas.
Renuncia el hayedo en la cota 1700. El
tramo que queda hasta el collado queda a merced de los esquistos de caprichosas
formas, del enebro rastrero y de la gayuba. Antes de iniciar la imponente
subida que le aguarda, el caminante, parado sobre la ladera, vuelve la vista
hacia el barranco para hacerse una pregunta: ¿podrán aquellos renuevos llegar a
tener el porte de los viejos ejemplares que hoy recaman el hayal? Una sencilla
pregunta que tiene difícil respuesta; quizá no haya más hachas, pero sí, como
ogaño, sequías prolongadas que pondrán en peligro el futuro de un tipo de
bosque muy necesitado de humedad.
Con el collado a tiro de honda, se afana
en buscar las trochas de los animales. Un tramo de unos cuatrocientos metros,
que serán muchos más pues tendrá que culebrear para salvar la dura pendiente
con algunos tramos con más del 40% de desnivel. Una vez en el collado, sobre la
divisoria de aguas que separa Castilla-León de Castilla-La Mancha, siempre
hacia el saliente, el caminante acomete una sucesión cerros y collados. Un
entretenido tobogán que recorre la raya interprovincial y que, tras un cuarto
de legua, abandona en el Collado Hondo, para poner rumbo hacia un riscal que se
columbra en el horizonte segoviano. No hay camino; sólo una verde alfombra de
gayuba que tapiza la ladera en el descenso hasta la zona rocosa. Ha llegado la
hora de terminar con el abasto y el lugar, bajo los últimos rayos de sol de la
tarde, parece el más indicado. Desde tan notable miradero, con la colorida llanura
en el horizonte, no resulta difícil perfilar el resto del trayecto, y poner
nombre a los caseríos que desde allí se columbran: Martín Muñoz de Ayllón, Alquité,
Serracín, El Muyo y, por supuesto, Becerril. Un recorrido que, tras el paso por
la accesible desnudez de un pequeño collado, se prolonga loma abajo. El mismo
camino por el que, apurando el día, un pastor de Martin Muñoz conduce su rebaño
ayudado por dos perros jóvenes que, como si tuviesen azogue, van y vienen
continuamente. Con él se detiene el caminante durante unos minutos. “Si no llueve pronto, el pienso es la única
solución que nos queda, o sea, otro año al que hay que ponerle dinero”. Deja
el caminante al ovejero con sus cuitas, a los perros con su continuo ir y venir
y a las ovejas con su caminar indolente. Acabada la loma, llega el momento de variar
el rumbo hacia el oriente para cruzar el río Hociquilla por el sitio de El
Cubillo, el lugar donde, según el Libro de la Montería, esperaban los monteros
la resulta del ojeo.
Han pasado ocho horas y Becerril sigue
tan solitario como en la mañana. A la tenue luz de la tarde, sus terrizas callejas
ofrecen un muestrario de ruinosas construcciones que, en otro tiempo, fueron
pulidos ejemplos de la arquitectura negra. Todo es silencio en tan inmensa
plaza; y ahora,…ni siquiera el perro sale a hacerle cucamonas.
DOR