En la víspera del santo Isidro, el caminante entretiene
el magín cavilando sobre cual sería le mejor forma de honrar al patrón de la
capital de la Corte. Ante la desasosegante posibilidad de asistir a los
alrededores de la ermita, donde, además de los consabidos humos de fritanga, cualquier
candidato a las próximas elecciones, ávido de votos, puede sorprender al
personal con la acostumbrada tabarrera de promesas que sabe va a incumplir, el
caminante decide festejar el día en el hábitat natural del santo: pinos,
arroyos, chaparros, tomillos y labrantíos, o sea,…el campo.
En compañía, sale el caminante a la carretera
cuando el refulgente sol acaba de aparecer en el horizonte. A la altura de
Saúca, tras veinticinco leguas de chirle camino, truecan la insustancial
comodidad de la autovía por unos cuantos quilómetros de carreterillas, en las
que, en algunos tramos, su anchura no llega a los cuatro metros. Así, a una
velocidad de crucero que permite la sosegada contemplación del paisaje, llegan
a Cubillas del Pinar.
Queda la máquina infernal en una recoleta
plazoleta cementada, bajo el santificador amparo de la iglesia románica de San
Juan Bautista. Al otro lado de la carretera, recamado de añosas encinas, sale
un carril que sube hasta el depósito de aguas de la pedanía. El camino, casi
perdido por el herbazal, sigue el curso del Barranco de la Hoz. Tras media hora
de andadura, la vereda abandona la compañía del sediento arroyo para llegar a
un collado donde coinciden camino y carretera. Es en ese punto donde,
abriéndose paso entre los cortados calizos, una angosta senda dibuja la subida
hasta los históricos restos del poblado celtíbero de Castilviejo.
Upados sobre la historia, los caminantes tratan
de ordenar sus preferencias sobre la visita. El castro, al que los estudiosos
datan del siglo III a. C., bien pudo tener su primigenio origen en
asentamientos de la Edad del Hierro. Se trata de un recinto triangular, con la
base orientada hacia poniente, en el que los lados norte y sur están protegidos
por los cortados verticales. Se trataba, por tanto, de poner toda la atención
en la defensa en la parte más accesible -y por consiguiente más vulnerable- del
asentamiento. Un muro en diente de sierra, perfectamente estructurado con
mampuestos calizos, con una anchura de más de dos metros en su parte superior y
casi seis en la base, servía de sólida protección a las viviendas del poblado.
Para reforzar la salvaguarda, un foso, hoy colmatado, complicaba el arrimo de
máquinas de guerra al muro. Más allá del foso, para evitar el ataque de fuerzas
enemigas a caballo, la defensa se completaba con una extensa zona de piedras
hincadas. Esta franja, con el único acceso por un estrecho paso central de unos
cuatro metros, facilitaba el control de visitantes…amigos y enemigos.
Asomado a los cortados del lado norte del castro,
el caminante especula sobre la posibilidad de que aquel paisaje, que llega
hasta el nacimiento del Henares, pudiera parecerse al que veintitrés siglos
antes disfrutaban los arévacos desde ese mismo lugar. La perfecta geometría de
los cultivos, rodeados de monte bajo y matorral, seguro serían del agrado del
santo Isidro.
Las vistas desde los 1156 metros del
privilegiado miradero invitan a no abandonarlo, pero la jornada no ha hecho más
que empezar. Vuelven a la compañía del seco cauce del arroyo, para, ya en las
cercanías de Guijosa, llegar a un sombrío soto con apariencia de selva birmana.
Aunque para continuar la ruta no resulta necesario entrar en el caserío, las
estilizadas torres del castillo llama la atención de los caminantes. Construido
en el siglo XIV por Íñigo López de Orozco y ahora en manos privadas, su
aceptable rehabilitación exterior, realizada no ha mucho tiempo, resulta
incompleta. El anacrónico parche de una edificación de los años treinta del
pasado siglo, adosada a la fachada principal, supone un baldón arquitectónico que
ciega la mitad de la entrada original.
Toca ahora, siempre en dirección al mediodía,
adentrase en un cerrado pinar a contracorriente de un arroyuelo. En algunos
tramos agua y camino son la misma cosa y, en esa confusión, los caminantes deben
poner a prueba su maña andariega. Después de media legua de muelle subida,
siempre acompañados de los pinos y el brezo
blanco, la senda entrega el testigo a un camino, de mayor entidad, que, con
dirección SO-NE, viene desde Sigüenza. A la altura de una cantera de áridos,
señalizada por los cartelones que avisan del peligro que supone arrimarse a sus
cortados, una desdibujada senda inicia el descenso hacia Cubillas. La cerrada
vegetación, y los herbazales propios de la primavera, suponen un plus de
atención para no perder la traza correcta. Cuando esa atención se relaja, nada
más sencillo que buscar, entre las copas de las encinas, la línea de alta
tensión que da servicio a la cantera. Así, entre praderías abandonadas y muros
medianeros que a duras penas resisten el paso del tiempo, vuelven al depósito
de aguas desde donde se columbra la espadaña de la iglesia del Bautista. En el
mismo ambiente, mezcla de calma y soledad, que encontraron por la mañana, se
refrescan en la fuente del lugar.
La tarde, todavía joven, invita, ya con el
concurso de la máquina infernal, a rendir visita al recinto amurallado de
Palazuelos, la galería porticada de la iglesia de San Salvador de Carabias y,
para remate, acercarse a la localidad de Imón, de donde, cuentan las crónicas,
salió toda la sal con la que el cabildo sufragó las obras de la catedral de
Sigüenza.
Solamente queda, antes de salir hacia la Corte, dar
justa recompensa al mortificado cuerpo de los caminantes. Y nada mejor que dar
buena cuenta de unas Harinosas, humildes
y exquisitas tortas cuya mayor gracia consiste en estar rellenas de uvas tintas.
Seguro que su sencilla elaboración con productos naturales, sin aditivos extraños,
también hubieran sido del agrado del santo del día.
DOR