El de hoy es un día preñado de efemérides. Es el
día de San Jorge de Capadocia, el Día Internacional del Libro y el de la
derrota comunera en Villalar. El caminante, al que le parecen demasiados acontecimientos
para una sola jornada, dispone su particular celebración: prepara el tanate y,
con las claras del día, toma el camino para reencontrarse con el Parque
Regional de la Cuenca Alta del Manzanares.
Llega a Canto Cochino y arrima la máquina
infernal a la corriente del Manzanares. A esa hora, todo es silencio y quietud;
un solo vehículo se encuentra estacionado junto al vallado de madera. Cruza el
puente donde se inician algunos de los PR que recorren la parte septentrional
de La Pedriza; ordena los mapas de la ruta prevista y, por la margen izquierda
del río, comienza la jornada.
La previsión meteorológica es excelente, pero, a
esa hora, la humedad de la corriente hace que la temperatura se mantenga en
valores casi invernales. En un continuo
ejercicio, sube y baja a la orilla para no perder la compañía tonante del agua.
El río, embravecido por el deshielo primaveral del Ventisquero de la Condesa,
arremete contra los enormes bloques de granito que encuentra a su paso. Llega
el caminante a la Charca Verde, donde la terca insistencia de la corriente
mantiene bruñidas las llambrias de las riberas. Allí se detiene, durante unos
minutos, observando el trabajoso serpenteo del agua.
De la rabera de un vivero vallado, junto a un
enorme tolmo partido en dos como una nuez, sale un camino apenas marcado que,
orillado a un arroyo medio seco, siempre hacia el naciente, comienza una
inmisericorde subida hasta el Collado del Cabrón. Bajo el dosel de pinos del
collado son varias las alternativas que se presentan ante el caminante, y es en
ese momento cuando decide alterar el sentido de la ruta. En previsión de una
probable subida de la temperatura en la segunda parte del día, opta por hacer
durante la mañana el paso del Collado de la Romera y la Cuerda de las
Milaneras. Guiado por las marcas del PR, avanza, en trabajosa progresión, entre
rocas de formas dispares y equilibrios imposibles. Cruza la cerrada sombra del
pinar del collado, para volver a salir a la refulgente claridad del roquedo. De
frente, la apariencia infranqueable de la pared pétrea de las Milaneras. Parado
en medio del peñascal, la vista de aquel muro rocoso al que debe enfrentarse supone
un momento de duda en su ánimo. Es la imagen coloreada de una de las marcas del
PR, a modo de un restallante latigazo, la que pone al caminante, de nuevo, en
la porfía.
Con la ayuda de las manos, el caminante va
superando la estimulante complejidad de alguno de los lances del camino. Es en
el paso junto a Tres Cestos cuando se presenta la mayor dificultad de la
jornada. Los vándalos modernos, aquellos que ensucian y destruyen todo lo que
encuentran a su paso, han arrancado las cadenas que facilitaban la maniobra de
paso por un redondeado tolmo de complicado acceso. El caminante, acuciado por
la necesidad de pasar aquel escollo, se pega a la roca y, como una salamandra,
avanza reptando hasta superar aquel atascadero. Superada la dificultad, sale al
amplio horizonte del Collado del Miradero. Allí, en medio del piornal, con la
impactante imagen de la Cuerda Larga sobre su cabeza, en orden levógiro, repasa
la línea de alturas que el paisaje le presenta: en la lejanía más inmediata,
como final septentrional de La Pedriza posterior, las Torres y el Collado de
Matasanos; más allá, con las últimas nieves cubriendo las cimas, Asómate de
Hoyos, Navahondilla, Peña Vaqueros, Cabezas de Hierro y al final, como excelso
mascarón de proa, la atezada figura de La Maliciosa.
El paisaje invita a permanecer en el collado,
pero el caminante, que ha revisado las cartas de marear, comprueba que aún le
quedan varias horas de navegación dentro de aquel mar de rocas y pinos.
Orientado al meridión, el camino, en una dura prueba para rodillas y
cuádriceps, comienza un vertiginoso descenso por un terreno pedregoso donde los
regatos, buscando su salida natural, ocupan varios tramos de la senda. Tras
media legua de entretenido descenso, llega a un cuadrivio, marcado con cuatro
hitos de piedra, conocido como Cuatro Caminos. Abandonando la bajada, toma el
camino que, bajo los pinos, toma dirección hacia poniente. Bajo una
reconfortante sombra, la senda, ahora sin marca alguna, comienza un suave
ascenso que, en algo más de media hora, lo llevará de nuevo al Collado del
Cabrón.
Peña Horcajo, el Cancho de los Muertos, el Cáliz,
así como infinidad de formas diferentes vuelven a aparecer ante los ojos del
caminante. Por el solejar, entre florecidas jaras, comienza el último descenso
de la jornada. Le resulta imposible verlo, pero el rumor del río va haciéndose
más evidente a medida que se acerca a su ribera. Al llegar a la orilla, en una
acostumbrada liturgia, consuela sus ardorosos pies en la fría corriente del
Manzanares.
Vuelve el caminante al lugar donde inició la
jornada. Han sido, quizá a partes iguales, casi diez horas de pelea y
divertimento, con el único descanso mensurable de la media hora de la comida.
En ese tiempo, el aparcamiento se ha llenado de vehículos cuyos dueños, tal vez
festejando alguna de las conmemoraciones del día, disfrutan de los últimos
rayos de sol.
DOR