El caminante, que ya lleva un tiempo cavilando sobre
el asunto, traza una línea de poniente a naciente, haciéndola pasar por la
Puerta del Sol madrileña. Observa el mapa resultante y se da cuenta de que,
salvo contadas excepciones, todas sus rutas se sitúan al norte de aquel
imaginario decumano.
Es en ese ir y venir de reflexiones, cuando,
relacionado con ese sur que él, inconscientemente, tiene marginado, le viene a
la memoria un vago recuerdo de su casi olvidada época de bachiller. Está tan
desdibujado, que tiene que buscar y buscar hasta que logra hacerlo realidad: “Pero aquí abajo / cerca de las raíces / es
donde la memoria / ningún recuerdo omite / y hay quienes se desmueren / y hay
quienes se desviven / y así entre todos logran / lo que era un imposible / que
todo el mundo sepa / que el Sur también existe”. Tomando como suyo el
aserto incluido en los categóricos heptasílabos de Mario Benedetti, se pone
manos a la obra para intentar frenar esa querencia boreal. Va a ser difícil,
pero lo va a intentar. Y como primer destino, ¿qué mejor intento que el de
coronar la cima más alta de la provincia de Toledo?
Con los versos de Benedetti en el pensamiento, el
día siguiente al de Reyes, el caminante, con el concurso de la maquina
infernal, toma dirección sur en busca de su objetivo. Una espesa niebla ha
tomado por asalto el valle del Tajo. Desconcertado por la escasa visibilidad, pasa
por San Martín de Pusa con cuatro grados negativos de temperatura, y comienza a
pensar si no tendrá que abortar su empeño. Pero, quizá como premio a su terquedad,
un sol radiante lo recibe tras la larga travesía adoquinada de Los
Navalucillos. A tiro de honda de la corriente avanza la carretera junto al
valle del Pusa cuando, tras una decena de quilómetros, un cartel orienta al
caminante por una pista terriza que baja en busca del río. Junto al puente,
blanca de escarchas y colmada de soledades, un área recreativa que el caminante
deja a su espalda. Sigue por el camino de tierra hasta un lugar habilitado para
el aparcamiento, donde unas cadenas impiden el paso a los vehículos. Junto a
una casetilla de información del Parque Nacional de Cabañeros, cerrada en días
no festivos, un tinglado de cobertizos de madera permite el estacionamiento de
una docena de automóviles.
En aquel solitario paraje queda la máquina
infernal, y el caminante, siempre con la sonora compañía del agua, comienza la
andadura. El camino, de buena traza, avanza a contracorriente hasta llegar a
una toma de agua. Allí, una senda acondicionada con peldaños de madera se eleva
hacia poniente por la ladera. La vereda, sin perder el rumor de la corriente,
avanza entre cuarcitas y retorcidos troncos de encinas centenarias. Tras un
cuarto de hora de gratificante camino, un cartel anuncia la primera exhibición
del arroyo: El Chorro. Originado por una fractura del terreno de unos dieciocho
metros de desnivel, se despeña en un idílico lugar donde la humedad mantiene
con vida especies vegetales más propias del bosque atlántico que del
mediterráneo: tejos, abedules, acebos, helechos,… La curiosidad lo lleva hasta
la parte alta del salto. Intenta progresar por la orilla del arroyo, pero las
rocas impiden su propósito…
Vuelve el caminante a la senda, ahora con la
intención de llegar hasta el segundo salto de agua. En la ladera de la solana
medran las jaras y las encinas, mientras que en las zonas umbrosas comienzan a
aparecer los robles y el brezo púrpura. Para llegar a la Chorrera Chica, el
caminante debe superar, como si de una prueba se tratase, el escollo de unas sorprendentes
cornisas, cinceladas por la naturaleza sobre la cuarcita de la pared vertical que
se desploma sobre el arroyo. No es un paso demasiado peligroso pero, para
evitar el mal de altura, el municipio tiene colocada una gruesa cadena que
recorre todo el voladero.
Superada la dificultad, la vereda avanza entre
cascajeras hasta llegar a la Chorrera Chica. Aunque de menor entidad que la
anterior, el agreste entorno en que se encuentra le confiere un atractivo
especial. Allí, el caminante se detiene durante unos minutos frente a la pertinaz
insistencia del agua rompiendo sobre las cuarcitas. Continúa su camino el
caminante, y a la par que el curso de agua merma su caudal, van desapareciendo
las encinas y un espeso robledal se adueña del paisaje. Es la parte más difusa
de la subida y el caminante, aunque el collado no tiene pérdida, procura poner
toda la atención a la desdibujada senda. En el collado se abre todo el
esplendor del Parque Nacional. Bajo las ramas, ahora desnudas, de una familia
de robles, el caminante divisa el hito de la ruta: el Rocigalgo.
Es el Rocigalgo el techo de la provincia de
Toledo. Comparado con las alturas de la Sierra de Guadarrama, sus escasos 1450 metros no
aparentan demasiada dificultad. Pero todo es relativo. El caminante, al que le
parece haber ido salvando un buen desnivel, busca en el mapa la cota en la que
comenzó la ruta, comprobando que la diferencia es de algo más de 700 metros , un desnivel
que, por poner un ejemplo conocido, supera en 100 metros al existente
entre el Puerto de los Cotos y la cima de Peñalara.
En la cumbre amesetada del Rocigalgo lo más
interesante es el paisaje. Entre el brezal, a merced del abandono, los restos
del vértice geodésico y de una antigua instalación de antenas. Conocida la
aversión del caminante de volver por el mismo camino, en la cima, upadas ambas
sobre la entalladura del arroyo, se le ofrecen dos posibilidades para la vuelta:
hacia el NO la cuerda de la Sierra Fría, con una traza claramente marcada en el
mapa; y más poniente, tras un giro dextrorso, la cuerda de las Tejadillas, de
trazado mas incierto, y con algunos tramos no señalizados. El caminante no
necesita tomar la decisión echándola a suertes pues, después de ver en el
horizonte de riscos, se ha decidido por la segunda opción. Vuelve al collado y,
dando la espalda a la inmensa raña de Cabañeros, comienza la subida hasta la
cuerda.
Un camino, apenas marcado, lo acompaña hasta el
Risco de Juan Antón. Desde allí, perdida la traza, poniendo toda su atención en
la senda, le espera media legua de andar y desandar, siempre en busca del hito
que juega al escondite en aquel mar de piedras. Sobre el risco más alto que
encuentra, por encima del pausado vuelo de los buitres, se sienta a disfrutar
del paisaje…y de la comida. No queda más que alcanzar una pista de montaña que
llevará al caminante hasta el lugar donde inicio la jornada, al que llega
cuando el sol comienza a perderse sobre los cerros.
Durante el regreso, ahora sin niebla pero con la
noche apoderándose del valle del Tajo, en ese repaso inconsciente de las
vivencias del día, el caminante las resume con un curioso supuesto: si alguien,
durante el trayecto desde Madrid, le hubiese vendado los ojos y, tras recorrer
aquellos lugares, al terminar le hubiese preguntado en que provincia se
encontraba,… nunca hubiese dicho que en la de Toledo.
DOR