Porfiado, el
caminante vuelve al origen de la vida: el agua. Además, esta vez no se conforma
con acercarse a la corriente de un río, sino de dos. En el vigésimo noveno día
del mes de octubre, en una mañana envidiable, enfila la larga y solitaria
travesía de Tamajón, con dirección a la Ermita de los Enebrales. Queda atrás la
ermita agallonera y, en su progresión hacía el norte, la calzada se retuerce,
como preludio a lo que ha de llegar, en curvas de brusco trazado. Poco antes de
llegar a Campillo de Ranas, un desdibujado cartel anuncia la desviación hacia
Roblelacasa. Ahora, siempre a poniente, sin entrar en su caserío, deja la pedanía
upada sobre un otero y, sorteando baches donde bien puede perderse una acémila,
llega al borde del profundo hondón tallado por las claras aguas del río
Jaramilla, donde un inquietante cartel desaconseja el paso y avisa de la
posibilidad de desprendimientos. Asomado al barranco cavila durante un instante,
y piensa en el rodeo que habría de dar para evitar el paso sobre el río. Como
si la máquina infernal tuviese entendimiento, le da un golpe en el capó y le masculla:
¡vamos allá! Es con seguridad la opción menos juiciosa, pero es que el
caminante, desde que avanza hacia la mayoría de edad, no anda muy sobrado de
juicio. La máquina infernal jadea y resopla en su esfuerzo para superar las
cerradas curvas que, tanto en la bajada como en la subida, salvan el tremendo
desnivel. La estrecha carreterilla de cemento salva la corriente por un puente
de sólida factura construido, para no desentonar con el entorno, con lajas
pizarrosas. Los evidentes restos de los desprendimientos, anunciados por el
cartel, han sido convenientemente orillados para permitir el paso de los
escasos vehículos que se aventuran por tan escabroso camino.
Cuando llega al
otro lado del barranco se detiene para empaparse del inhóspito paisaje. Es
entonces cuando entiende el curioso topónimo con el que se conoce el lugar: La
Muralla China. A contraluz, con los ojos semicerrados, observa las cerradas curvas
que la carretera dibuja sobre la ladera, y que acaba de dejar atrás. Pero, por
más que se esfuerza, no logra columbrar otras zetas, las del camino de
herradura que el caminante se va a encontrar cuando se ponga en ruta.
Llega a la tremenda
soledad de Corralejo en el momento en que un pastor, con una mixtura de silbos
y reniegos, arrea un hato de cabras en busca del comedero. Junto a las
abandonadas osamentas de dos furgonetas pintadas de verde rabioso, el caminante
manea la maquina infernal. Para rodear un cercado ganadero, avanza unos
trescientos metros por el asfalto, hasta encontrar una senda balizada con
marcas blancas y amarillas que, poco a poco, a través de un cerrado chaparral,
salva un otero y va descendiendo hacia el Jaramilla. En uno de los pocos miraderos
que permite la tupida ladera, ahora sí, distingue la senda que desde el río
sube por el pingorotudo zopetero. La cantarina corriente se deja oír mucho
antes de llegar al fondo del barranco. Es entonces cuando el caminante comienza
a dudar si se encuentra en la provincia de Guadalajara,…o en el lejano Tíbet.
Sobre las rocosas
orillas, dos recios arranques pizarrosos sujetan un sencillo pontón de madera
que permite cruzar al otro lado sin tener que vadear el río. En el fondo del
profundo tajo, el caminante se detiene durante unos minutos antes de iniciar la
exigente subida que se marca sobre la ladera. Es ahora el caminante el que
resuella superando la pendiente, descansando en cada una de las curvas de la
senda. Una vez arriba, superado el escollo, abandona la compañía del PR pues de
seguirlo llegaría a Roblelacasa,…y esa no es su intención. Su claro propósito
es llegar al segundo río de la jornada: el Jarama.
Entre el jaral,
caminando sobre el balcón donde concurren los dos ríos, encuentra algunos
robles centenarios, reliquias del robledal que fue y nunca más volverá a ser.
El camino inicia un suave descenso en busca del Jarama en una zona en la que
las orillas pierden su agresividad. Al llegar al río, el caminante se
reencuentra con el dilema ya conocido de otras ocasiones: añadir a la ruta un
par de quilómetros por un tramo incierto, hasta llegar al Puente de los
Trillos, o cruzar el vado a pie.
¿Había dicho que el
caminante está en camino de perder el conocimiento? Sentado sobre una roca de
la orilla se quita las botas y, con los pantalones arremangados por encima de
las rodillas, sonda la corriente para encontrar el paso más hacedero. Tomada la
decisión, ata los cordones de las botas, se las cuelga del cuello y comienza la
travesía. El agua está realmente fría. Las musgosas piedras del fondo obligan al
caminante a extremar el cuidado y emplear más tiempo del previsto. Si no fuera
porque no ha visto a ningún bípedo racional en toda la jornada, bien podía
pensar que se ha calzado las botas de otro, pues el gélido pediluvio le ha
dejado la sensación de que han sido cambiadas por otras de un número mayor.
Una vez en la otra
orilla, asciende por el empinado camino, con dirección a Matallana, hasta
volver a encontrarse con el PR que abandonó tiempo atrás. Antes de llegar a la
aldea, la senda comienza una constante subida por un pinar de repoblación,
hasta llegar, de nuevo, a los cortados, esta vez sobre la margen derecha del
Jarama. Es seguramente la parte más aérea y agreste de la ruta. El camino
progresa sobre los profundos despeñaderos del Cuchillar del Asomante, donde el
caminante vuelve a reencontrase con la espectacular panorámica de La Muralla
China, esta vez con la inconfundible silueta del Ocejón como fondo.
En el lugar en que
el derrotero comienza un vertiginoso descenso con dirección al río, vuelven a
aparecer algunos ejemplares de añosos robles y recias encinas, que quedan
colgados de la inclinada ladera. Esta vez no hay sorpresa y el Jarama se cruza
por un puente de madera de similar construcción al del Jaramilla. Toca ahora
subir en busca de Colmenar de la Sierra. Durante el recorrido el caminante, en
enconada competencia con los pájaros, se da un hartón de moras y endrinos.
A las cuatro de la
tarde Colmenar es la viva sensación de una clausura conventual. El caminante
rua por sus calles y se acerca a la desmadejada iglesia de Santa María, sin que
ninguno de los nueve habitantes censados en 2009 den señales de vida. Es tanta
la quietud, que decide hacer la parada de la comida bajo el amarillento ramaje
de un esbelto chopo que se enseñorea en el centro de la abancalada Plaza Mayor.
Durante la media hora que el caminante empleó en terminar las provisiones, un
pollino y una vaca- por ese orden- fueron los únicos seres vivos que pasaron
por el lugar; y los dos con un mismo objetivo: abrevar en el pilón que toma el
agua de la fuente de la plaza.
Ahora, el camino
rodea los 1519 metros
del Cerro Corralejo por un terreno de piedra suelta, al que los lugareños, con
ajustado tino, llaman Pedriza Matacuras. Con la luz de la tarde en franca
retirada y las nubes encendidas en figuras caprichosas, el caminante llega al
caserío acompañado de los amenazantes ladridos de dos mastines y el hostigante
arrufar de una perra preñada que lo sigue hasta la carretera.
Luego, ya a lomos
de la máquina infernal, otra vez el zigzagueante paso sobre el Jaramilla. Es
entonces, entre dos luces, cuando, mimetizadas en la creciente penumbra, van
apareciendo, como si de un encantamiento se tratase, las fuliginosas formas de
El Espinar, Campillejo,...
DOR