miércoles, 25 de junio de 2014

LA LAGUNA DE TARAVILLA

Al caminante, aunque estuvo en un tris de hacerlo, le pareció presuntuoso titular esta crónica con el genérico: El Alto Tajo. Resulta evidente la imposibilidad de recorrer tantos kilómetros de ribera en una sola jornada, y mucho menos condensar su agreste belleza en las escasas líneas de un folio. Decide, por tanto, tratar de explicar los paisajes del tramo del río que va desde Puente Poveda hasta el Salto de Poveda, incluyendo la curiosidad geológica que es la Laguna de Taravilla. Tiempo habrá de recorrer los otros caminos y sendas que el río propone.

Sin otra solución posible, en el día de San Marcos, toma la máquina infernal para llegar, a media mañana, al kilómetro 70,5 de la carretera CM-210, donde comenzará a caminar. Pero antes, en sucesiva alternancia, entra y sale de las provincias de Guadalajara y Cuenca, por una maraña de carreteras encajonadas entre los calizos farallones de los ríos Escabas y Guadiela. A algo más de media legua de la población guadalajareña de Poveda de la Sierra, junto a un moderno puente metálico, paralela al las esmeraldinas aguas del Tajo, sale una pista que avanza a contracorriente entre esbeltos pinos negrales…



El caminante, en un primer acercamiento a la límpida corriente del joven Tajo, se llega hasta la Fuente del Berro donde proveerse de agua casi significa mojarse las botas en la orilla. Después, tras media hora de camino, un puente de pescadores, sobre una profunda poza, invita a cruzar el río. Abandonada la monótona pista, una placentera senda se abre paso entre una confusión de pinos, quejigos y matas de boj. Dentro de aquel muestrario vegetal, y aunque el río sigue estando a pocos metros, el caminante va perdiendo el contacto sonoro con el ronco rumor de la corriente. El esquemático mapa de un panel informativo explica el fenómeno: la vereda ha entrado en un antiguo meandro, hoy colmatado y lleno de vegetación, que, según los geólogos, fue abandonado por la caprichosa corriente. En mitad de la verde pradera encerrada entre cortados, el caminante se detiene para comprobar la erosión del paso de las aguas sobre los anticlinales de aquellas milenarias formaciones rocosas.




Unos metros más adelante, al subir una pequeña loma, el río vuelve a hacerse audible. Pero ahora ya no es rumor sino estruendo. Ante los ojos del caminante, en un marcado recodo de río – justo en el lugar donde la corriente abandonó su antiguo trazado –, aparece el Salto de Poveda. Corresponde éste a los restos de una antigua presa para producción de electricidad que, por causa de las filtraciones, nunca llegó a funcionar. El tiempo y la sedimentación del carbonato cálcico disuelto en las aguas, han ido conformando las rocas sobre las que se asienta el antiguo muro, y que los geólogos nombran como toba calcárea o travertino.



El caminante, absorto con el espectáculo, dedica un tiempo a observar el profundo hondón donde rompe la verde corriente. Convencido de que aún habrá más cosas que ver, abandona el frescor que se eleva desde el agua y prosigue su camino. Durante dos centenares de metros la senda se abre paso entre la cerrada vegetación, para salvar el desnivel que da acceso a la laguna. Si en el salto, la intervención del hombre resultaba patente, ahora es la naturaleza la única responsable del paisaje. La Laguna de Taravilla, o de la Parra, guardada entre cerros de singular belleza, se nutre de las surgencias estacionales que se manifiestan en las paredes calizas. Cuenta la leyenda -¡siempre una leyenda, por favor!-, que Florinda la Cava, aquella que fue deshonrada por Rodrigo, el último rey godo, guardó un fabuloso tesoro en el fondo de la laguna.
 


Tras rodear la laguna, el caminante busca el aliviadero y, por un camino cerrado con una cadena, baja de nuevo hasta el río. Junto al antiguo vado, una robusta pasarela de reciente construcción pasa a la otra orilla. Pero ese no es su camino. Vuelve a la laguna y, por la pista que se orienta hacia el Norte, comienza un suave ascenso en dirección hacia el collado donde tiene que desviarse. El desvío, en principio camino carretero, va perdiendo entidad a causa de los desprendimientos, hasta convertirse en una poco transitada vereda bajo los amenazantes despeñaderos del Cerro Moreno.





Sabe, y así lo lleva señalado en la ruta, que el camino tiene su fin bajo los farallones de la Muela del Conde. En ese punto, debe buscar el inicio de otro camino que se encuentra, según el mapa, a algo más de quinientos metros en línea recta. Desconoce si la vegetación le permitirá lograr su objetivo; de no ser así deberá desandar el camino. Desciende entre añosos quejigos y, orientado por la brújula, llega al lugar buscado. Allí, junto a un gran tolmo desprendido de la pared vertical, hace la parada de la comida. Después del descanso, por un agradable camino, llega a la carretera –Mirador de Fina-, desde donde se recrea con la vista de los meandros de Tajo. La ruta termina tras media hora de alternancia entre camino y asfalto.


A la vuelta, como la tarde es todavía joven, el caminante, toma el coche y, por una carretera entre canteras de caolín, asciende por la pina cuesta de Peñalén hasta llegar al tablazo cárstico que se extiende hasta Armallones. Tiene oído que este lugar es abundante en simas, algunas tan peligrosas que han hecho perder la vida a reputados espeleólogos. A una de ellas, la de Alcorón, accesible,… y sin peligro aparente, se llega el caminante. Deja el coche junto al refugio y, con decisión, baja las deterioradas escaleras que llevan hasta el primer nivel. El intenso contraste entre la refulgente luz de la tarde y la oscuridad de la sima, produce en el caminante una ceguera transitoria, asimilable a lo que en el lenguaje cinematográfico se conoce como fundido a negro. La temperatura es baja y, durante un par de minutos, se queda inmóvil, escuchando los goterones que caen desde el techo, esperando que sus pupilas comiencen a poner forma a las paredes de la espaciosa cavidad. Con ayuda de una linterna, baja los húmedos peldaños hasta llegar al fondo de la sima. Allí, a ochenta y ocho metros de profundidad, junto a un pilón que recoge el agua que se descuelga por la cromática colada, el caminante cavila sobre nuestro desamparo ante la grandiosidad de la naturaleza. Siente frío, mira hacia la luz que entra por la boca de la sima y comienza a subir los doscientos siete escalones que llevan hasta la soleada superficie.




Después, como contrapunto a la magnifica jornada, el poco apetecible regreso a la civilización.

Once días después, ya entrado el mes de mayo, el caminante, que ha contado en sus lares las excelencias de la zona, regresa con compañía. Aunque no han pasado ni dos semanas, la subida de las temperaturas ha comenzado a notarse en el entorno: la Fuente del Berro ha reducido el caudal de su caño, y hasta el río parece menos sonoro. Pero el paisaje sigue siendo grandioso.



El caminante, sabiendo de las limitaciones de la compañía, modifica la ruta. Renuncia al camino bajo las torres calizas de la Muela del Duque, para hacer el regreso por la margen izquierda del río. Llegan a la pasarela del vado por el mismo camino que el caminante recorrió recientemente. Un centenar de metros más arriba, en un remanso del río, refrescan sus pies con la sola compañía de los imprevisibles saltos de las lancurdias. Luego, entre el pinar, en unas mesas de piedra, terminan con las provisiones. Más tarde, con el sol perdiéndose por los cortados, una entretenida senda llega hasta un caserío rural, desde donde se accede a una perspectiva diferente del Salto de Poveda.







Caminando entre la explosión de vida que supone la primavera, no queda más labor que la de seguir la pista que serpentea junto al río, hasta llegar al puente sobre el Tajo.          

DOR

lunes, 9 de junio de 2014

EL REFUGIO DEL REY

Han pasado trescientos cincuenta y cinco días desde que el caminante, gustosamente, colaboró en la preparación de la ruta. Aunque ha pasado mucho tiempo, recuerda que la intención primigenia incluía la subida al Morezón, pero solamente se quedó en eso, en la intención. También recuerda que, cuando terminó aquella jornada, se apuntó la huera intención de recortar el recorrido: llegar al mirador y regresar al aparcamiento, lo que más que un recorte significaba capar la parte más interesante de la ruta. Casi un año después, el último día del mes de mayo, con aquel objetivo castrador olvidado, cuarenta incondicionales de los paisajes, con más aptitud de lo que ellos mismos creen, se pusieron en camino hasta La Plataforma de Gredos.

La Plataforma, dentro de lo que es habitual en un fin de semana, presentaba la consabida imagen de zoco marroquí: gran cantidad de vehículos, cambios de calzado y demás preparativos andariegos. Hasta el Prado de las Pozas, un incesante ir y venir de familias, niños y paseantes ocasionales. Es el pontón de cemento sobre el arroyo, el lugar de selección para los que no tienen intención de superar el primer desnivel importante. Los cerca de doscientos metros de desnivel hasta el punto más alto de Los Barrerones, hacen desistir a muchos de aquellos que imaginaban un tranquilo paseo mañanero.


Comenzamos a pisar nieve antes de llegar al mirador. Los temporales de los últimos días ponían un blanco contraste sobre la suciedad de las nevadas anteriores. Junto al cartelón del mirador, una cabra omnívora, habituada al gentío, daba buena cuenta de todo lo que los visitantes le ofrecían. Tal parecía como si la Junta la hubiese puesto de reclamo publicitario. Empero lo importante del lugar no es la cabra, sino el imponente circo glacial que desde allí se divisa, y la salida natural de la laguna, la Garganta de Gredos, cuyas bravías aguas se despeñan en sordo rumor hasta su encuentro con el Tormes. El caminante tiene leído que, en 1916, un descerebrado proyecto pretendía hacer del circo un inmenso embalse para, taladrando la cadena de montañas, llevar el agua hasta los campos de la comarca de La Vera. El proyecto anduvo en los cajones del ministerio correspondiente hasta que, en 1936, afortunadamente, se abandonó. Desde el mirador, resultó dificultoso para algunos llegar a distinguir la silueta del refugio Elola, mimetizado sobre los grisáceos canchales. Medio centenar de metros más abajo, una vez abandonado el transitado camino que baja hasta la Laguna Grande, iba a comenzar la demostración de que querer es poder.


Un pequeño hito indica el inicio del camino a seguir. La senda, que tercamente comienza una tendida subida con dirección SE, se abre camino manteniendo el Circo de Gredos siempre a manderecha, y las nevadas canales del Morezón en el horizonte. Varias fueron las paradas de reagrupamiento, pero el tesón pudo con el recio abajadero. Tras pasar la cuerda, ya con la imagen del circo oculta detrás del Morezón, comenzaba algo nuevo para algunos de los concurrentes: caminar por nieve sin pisar.


Los neveros de Navasomera eran todo un espectáculo. Al resguardo del Morezón y del Cerro de la Cagarruta, la nieve ponía un punto de aventura en el confuso seguimiento del los hitos del camino. Resbalones, hundimientos, mojaduras,…todo superado con tesón y ganas de hacer cosas diferentes. Al igual que en la previa, el abundante deshielo en las herbosas praderas condicionó el trayecto prefijado. Parecía imposible superar la cantidad de lagunillas y escorrentías, hasta que la perseverancia, y la ayuda salvadora de una lengua de nieve, nos sacaron del atascadero. En medio del nevero, antes de coronar el cerro, como apoteosis de la superación de la prueba, la foto del grupo.












Desde el otero, hacia el saliente, con el telón de fondo de la negritud de las barranqueras de La Mira, se recorta el Puerto de Candeleda. El caminante, antes de iniciar la bajada al Refugio del Rey, cavila sobre los tiempos en que los pastores, para liberarse de pagar el portazgo del Puerto del Pico, se servían del de Candeleda para llevar los rebaños desde el Sexmo de Piedrahita hasta tierras extremeñas, ahorrando, además, dos días de viaje. Y en su cavilación trata de imaginarse ese mismo camino durante los crudos inviernos serranos.


Junio 2013

Justo cien años después de su construcción, el grupo llega al Refugio del Rey. El refugio, que evidentemente ha conocido tiempos mejores, deja constancia de que debió ser una sólida construcción. Erigido en un mirífico lugar, junto a una fuente de refrescantes aguas, sirvió de cobijo para cazadores y montañeros hasta que la desidia acabó con él. Es la hora de la comida y un frío bóreas, como si del crudo invierno se tratase, obliga al grupo a buscar trascacho tras los ruinosos muros.


Tras la comida, sin camino definido, siguiendo una arroyada que, poco a poco, va aumentando su caudal, el grupo baja hasta la Garganta de Prado Puerto donde, en anteriores ocasiones, el caminante fue recibido por varias manadas de cabra montés. El ahora plácido camino sigue el curso del agua, por la llamada Trocha Real, hasta llegar a La Plataforma.



Junio 2013

Junio 2013

Junio 2013




Resguardados del relente de la fría tarde, bajo el tinglado de madera del aparcamiento, los cuarenta integrantes del grupo celebran el animado alboroque del final de la temporada oficial. Entre rosquillas, bollos y sidra, el caminante, con afán gulusmero, observa los rostros de cada uno de los andariegos. Carece de conocimientos de sicología, pero le parece asuntar que todos se encuentran satisfechos con la áspera jornada vivida; y que sus semblantes y comentarios son la mejor encuesta sobre una actividad a la que siempre conviene poner, en cada salida, un poco de frenesí montañero, abandonando, si es posible, las extrañas conmixtiones que llegan a solaparse con el quehacer organizativo de otras actividades.       

DOR