Cientos de castaños y nueve fuentes van a ser el magnífico pretexto
para convertir un anodino día en un día perfecto. En la vigésimo tercera
jornada del mes de mayo, en un claro desafío al tiempo –atmosférico-, el
caminante emplea su tiempo –vital- en la visita a unos primaverales paisajes ya
conocidos en su apariencia otoñal. En una mañana prisionera de negros
nubarrones, toma el tren que en algo más de una hora lo lleva hasta El
Escorial. Su primera intención es subir hasta San Lorenzo por el cercado que
guarda la Casita del Príncipe, pero, a esa hora, Patrimonio Nacional todavía no
ha abierto la cancela. Como alternativa, toma un autobús local que, en un
santiamén, llega a la estación de autobuses.
En un principio parece que el caminante tiene perdido su desafío con
la meteorología. No ha llegado al monasterio cuando las amenazantes nubes,
pasando de las amenazas a los hechos, abren sus pardas barrigas en una intensa
lluvia que obliga a lugareños y turistas a buscar cobijo. La inesperada
tormenta pone dudas en el pensamiento del caminante: ¿abandonar, seguir? Puesto
que la historia ha hablado en contadas ocasiones de los cobardes, decide tomar
la segunda opción y, al resguardo de un soportal, comienza el ritual más odiado
por el caminante: tirar de polainas y capa de agua para disfrazarse de
espantajo. Tras perder el tiempo en la liturgia, al llegar a la enlosada
explanada del Real Sitio, Júpiter se apiada del caminante –y de un grupo de
japoneses que aguarda para la visita- y las nubes comienzan a abandonar el
escenario.
Tras dejar las sólidas formas del monasterio, el camino llega a la
primera fuente de las varias que jalonan la ruta: la del Seminario. Su exiguo caño
ya aventura un difícil verano. Más abundante de caudal se presenta la Fuente de
los Capones, a la que el caminante llega después de abandonar la carreterilla
que bordea el club de golf. Con precaución cruza la carretera que va hasta el
Puerto de la Cruz Verde, para entrar en la soledad del entorno de la virginal
ermita. En sus cercanías, otras dos fuentes de menguado caño: la de la Ermita y
la de las Arenitas.
Es entonces cuando abandona la conocida carreterilla que sube a la
Silla de Felipe II, para entrar en la senda que avanza junto al rústico muro de
la finca El Castañar. Entre la pétrea pared y los musgosos bolos graníticos, el
caminante progresa cómodamente hasta llegar a la Fuente de la Reina, el lugar
más apropiado para tomar el primer tentempié del día. Desde la fuente,
siguiendo el curso de un arroyuelo, comienzan los trescientos metros más sugestivos
de la ruta. Entre un bosque de castaños centenarios, una intrincada senda, a la
que nunca le llega el sol, asciende hasta un murete de piedra, cuyo posterior
seguimiento conduce hasta el GR que llega hasta Zarzalejo.
La agradable subida va presentando diferentes vistas: hacia el norte
el monasterio y caserío de San Lorenzo, el Monte Abantos y, en la lejanía, la
todavía nevada línea de cumbres de la Cuerda Larga; hacia el saliente, el embalse
de Valmayor y la inconfundible silueta del perfil de Madrid y sus torres.
El camino prosigue la subida hasta el Collado de Entrecabezas, donde se
presentan tres opciones: a la izquierda, la Senda de los Tres Ermitaños que
lleva hasta la pétrea cima de la Machota Baja –o Chica que dicen caciques y
gurriatos-; a la derecha, siguiendo la Pared
Maestra, el costanero camino que sube hasta la Machota Alta; y de frente el
camino que el caminante seguirá y que lleva hasta Zarzalejo. Nada más pasar el
collado la fuente abrevadero de Entrecabezas, que es el nacimiento del arroyo
Morales. Es entonces cuando comienza una gincana de castaños, fresnos, robles,
bolos graníticos…Junto al camino, otra fuente con su nombre grabado sobre la
roca: Fuente del Rey.
Rua por las desiertas calles del arrabal de Zarzalejo donde, ¡cómo no!,
encuentra otra fuente. Sigue bajo la silueta de la Machota Baja, por el camino
que llega hasta el barrio de La Estación. El caminante, curioso, tiene ánimos
para llegar hasta la enorme herida en la ladera que supone la antigua cantera
de granito. Desde allí el camino toma rumbo norte, entrando en una zona de
verdes praderías. En una de ellas, junto a la única fuente seca del día, en la
soledad más absoluta, descansa y termina con el abasto.
Después del descanso, aunque no está en su ruta, la curiosidad lo
lleva a visitar uno de los tramos de lo que los expertos consideran los restos
de una calzada romana. Abandonada la compañía del GR, llega hasta la Casa del
Sordo, un antiguo refugio de los forestales hoy abandonado. Tras disfrutar de una
interesante panorámica, renuncia al trillado camino que va hasta la Silla de
Felipe II, y toma como alternativa la disimulada senda que baja hasta la
fresneda de Canto Gordo. La vereda se abre paso entre escobas, cantuesos, majuelos
y arces de Montpelier, hasta llegar al portillo de un vallado metálico, cuya
disposición resulta una clara prueba para naturalezas voluminosas; es tan angosto
que hay que despojarse del tanate para pasar al otro lado.
El caminante vuelve a desechar el excelente camino que se abre tras el
estrecho portillo y, disfrutando de la naturaleza, bajo la sombra de los
fresnos, se adentra en el verde e inmenso sestil. Pasea sin prisa, en un
intento vano de condurar la tarde hasta el infinito, hasta que el ruido del
tráfico de la cercana vía férrea le recuerda que tiene que tomar un tren de
regreso.
Sale de la fresneda por un portón metálico, cruza la vía y, bajo la panorámica de los pinares de Abantos, llega hasta el puente romano sobre el Aulencia. Cruza la transitada carretera y, ya dentro del caserío de El Escorial, solamente tiene que seguir las indicaciones hasta la estación, a la que llega en el momento en que el jefe de estación, con un atemporal golpe de silbato, da la salida al tren que lo llevará, de nuevo, a la rutina.