Durante la Reconquista, no debió ser fácil la vida
en las zonas de frontera. La ocupación de las tierras, básicamente en sentido
norte-sur, se realizaba después de los ataques y conquistas militares, y en
ella se implicaron colonos y órdenes religiosas. Poco se sabe de aquellas
gentes anónimas que, con la exposición de su propia vida, abrieron caminos y
fundaron poblaciones. No solamente aguantaron las recurrentes razias
musulmanas, sino que tuvieron que soportar el rigor de los crudos inviernos
serranos.
Tras esperar durante unos días, a que la
irreflexiva primavera adquiriese un poco de cordura, el pasado 22 de mayo cogí
la mochila para darme un nuevo hartazón de naturaleza viva, gozando de un tramo
de uno de aquellos viejos caminos. Llegué a Canencia a la hora en que los
autobuses escolares realizan su ruta diaria. Tras pasar el puentecillo que
salva el arroyo del Batán, abandoné la carretera que sube hasta el puerto, y
junto a la ermita del Santo Cristo, con la brújula marcando el meridión,
comencé la ruta.
Cuentan los cronistas que, hasta que a mediados
del siglo XX, tiempo en el que fue trazada la carretera que, pasando por el
puerto de Canencia, llega hasta Porquerizas –hoy Miraflores de la Sierra-, uno
de los pocos caminos viables era el que yo iba a seguir.
Razón tenía el poeta al decir que se hace camino
al andar. Es evidente que el camino, poco utilizado en la actualidad, ha sido sustituido por otro que, más a
poniente, sube paralelo a la carretera. Tras pasar junto al depósito de aguas,
me costó localizar la estrecha senda que sube por la ladera. Después de pasar
dos muros de piedra, el antiguo camino carretero aparece tras el vallejo de un
arroyuelo estacional. Allí, su herbosa traza se adentra en un frondoso pinar,
que no abandonará hasta el collado Cerrado o Hermoso.
En el momento de llegar al collado, sentí la
necesidad de chapotear sobre el verde pasto de la inmensa nava que, encerrada
en un muro de piedra –de ahí collado Cerrado-, se abre ante los ojos del
caminante. Como un niño, caminé casi un kilómetro por el húmedo herbazal,
sorteando charcas y evitando manaderos.
Y tras el disfrute, el esfuerzo. El camino se
encabrita faldeando entre las rocas de la Cabeza de la Braña. El duro abajadero
saca los colores al caminante, que a la postre se ve recompensado con la
increíble visión del collado Abierto o de Hernán García. A lo lejos, dos
caminantes se dirigen hacia el Mondalindo, en cuyo vértice geodésico confluyen
las rayas de Canencia, Bustarviejo, Valdemanco y Garganta de los Montes.
Entonces recordé la frase de Graham Bell: “Nunca vayas por el camino marcado, porque conduce a
sitios donde otros han ido ya”. Avanzando por un laberinto de piornos, bajé hasta las húmedas praderas del collado, donde
se forma el arroyo de Matallana que iba a ser mi referencia para volver a
Canencia. En unos casos las rocas y en otros la enmarañada vegetación, me
obligaron a saltar sobre sus aguas en varias ocasiones. El arroyo se torna
cantarín al tiempo que va enriscándose y tomando caudal. Media legua después de
su nacimiento en el collado, y para salvar un cortado de más de una docena de
metros, la corriente se precipita sobre una poza de dificultoso acceso, donde
la humedad ha configurado un inextricable bosquete de sauces y fresnos. Es la poco
conocida chorrera de Rovellanos.
Tras unos minutos de descanso, bien por la estrecha senda de la margen
izquierda, o serpenteando por las trochas de animales de la margen derecha, el
destino es el mismo: la presa del Batán. Justo en la cola de la presa, la
corriente de nuestro arroyo se une a las aguas del arroyo Ortigal, y desde allí
llegan al viejo molino harinero del Gollete como arroyo del Batán. Junto al
molino, la reparadora comida; después, tras quinientos metros por una pista
terriza, ya en Canencia, la refrescante fuente junto a la ermita.
DOR